INTRODUCCIÒN
El poder en sí es inseparable de la ley. La ley no es ley si le
falta poder para obligar, imponer y castigar. En tanto que es una falacia
definir la ley solo como compulsión o coerción, es un serio error definirla sin
reconocer que la coerción es básica en ella. Vaciar a Dios de poder absoluto es
negar que sea Dios. Separar el poder y la ley es negar el estatus de la ley.
El hecho de que Dios muchas veces
se identifica en las Escrituras como «el Todopoderoso» (Gn 17: 1, 35; Éx 6: 3,
etc.) es parte de su declaración de total soberanía y por consiguiente de su
llamado a obediencia.
El poder es un concepto
religioso, y el dios o dioses de cualquier sistema de pensamiento han sido las
fuentes de poder de ese sistema. El monarca o gobernante tiene una
significación religiosa precisamente debido a su poder. Cuando el estado
democrático gana poder, se irroga demandas y prerrogativas religiosas.
Debido a que un estado marxista
tiene más poder, y reclama más poder, que los demás estados contemporáneos, su
rechazo del cristianismo es todavía más radical: no puede tolerar que se
adscriba poder absoluto a un dios que no sea el mismo marxismo. En el estado
anticristiano se guarda el poder celosamente, y cualquier división de poderes
en el estado, destinada a limitar su poder y prevenir su concentración, enfrenta
oposición amarga.
La ley es poder aplicado, de otra
manera deja de ser ley. La ley es más que poder, pero, aparte de la coerción,
no hay ley. Los que presentan objeción al elemento coactivo de la ley están de
hecho objetando la ley, sea a sabiendas o no. El propósito de la ley es en
parte ser un «terror» para los malhechores (Ro 13:4); y la palabra «terror» se
da en una traducción más blanda en las versiones modernas, pero todo el tenor
de las Escrituras requiere el elemento de temor conforme el hombre se enfrenta
a Dios, y como hombre pecador, impío, enfrenta la ley.
San Pablo dice claramente, sin
embargo, que el poder es ordenado por Dios, «porque no hay autoridad sino de
parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas» (Ro 13: 1).
Puesto que Dios es poder absoluto, todos los poderes subordinados y creados
derivan su oficio, poder y autoridad moral solo de Dios, y deben ejercerlo solo
en los términos de Dios y bajo su jurisdicción o de lo contrario enfrentar
castigo.
La máxima de Lord Acton, «Todo
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente», es una media verdad
liberal y refleja ilusiones liberales.
En primer
lugar, no todo
poder corrompe. El poder de un esposo y padre consagrado para gobernar a su
familia no lo corrompe; lo ejerce bajo Dios y en los términos de la palabra-ley
de Dios. En lugar de que su poder lo corrompa, el poder del hombre piadoso lo
bendice, y lo hace una bendición para su familia y sociedad. Un gobernante
piadoso, que usa su poder prestamente para fines legítimos y morales, prospera
la sociedad que está bajo su poder.
Los dos males con respecto al
poder y al ejercicio del mismo son, por un lado, el temor de usar el poder, y,
por otro, el uso inmoral del poder. Ambos males existen extensamente en cualquier
sociedad humanística. Los hombres que temen usar el poder legítima y moralmente
corrompen a sus familias y sociedades.
El no ejercer el poder debido reduce
a la sociedad a iniquidad y anarquía. El uso inmoral del poder conduce a la corrupción
de la sociedad y la supresión de la libertad, pero no es el uso del poder lo
que causa esa decadencia sino el uso inmoral del mismo. El poder no corrompe cuando
se usa como es debido bajo Dios. Al contrario, bendice, prospera, ordena y
gobierna a la sociedad para su provecho y bienestar.
Segundo, si «el poder absoluto corrompe
absolutamente», se podría llamar a Dios corrupto, porque solo él tiene poder
absoluto. Pero Acton se equivoca: el hombre no puede tener poder absoluto.
Puede esforzarse por conseguirlo, y el esfuerzo es corrupto y corrompe a la
sociedad, pero el hombre sigue estando, con todas sus pretensiones, totalmente
bajo el poder absoluto de Dios.
No solo que todo poder procede de
Dios y decretado por su absoluto poder, sino que también es decretado y sujeto
por su absoluta justicia. La ley es, por consiguiente, cuando es ley verdadera,
no solo poder sino también justicia. Es por consiguiente «terror» para los
malhechores pero seguridad y «alabanza» de la ciudadanía de bien (Ro 13: 2-5).
Debido a que la ley verdadera tiene sus raíces en el Dios soberano, la misma
naturaleza de todo ser contribuye a respaldarla.
Como Débora cantó: «Desde los
cielos pelearon las estrellas; desde sus órbitas pelearon contra Sísara» (Jue
5: 20). La ley es justa, o es una anti-ley disfrazada de ley. El positivismo
legal moderno, el marxismo y otras filosofías legales son por tanto exponentes
de la anti-ley, pues niegan la ley como una aproximación del orden y verdad
máximos y reconocen solo una doctrina humanística de la ley.
Si separa la ley de la justicia y
la verdad, conduce por un lado a la anarquía de un mundo inicuo y sin
significado, o, por otro, al totalitarismo de un grupo élite que impone su
«verdad» relativa sobre otros hombres por pura coacción sin principios.
Pero se requiere que la ley sea
servidora de justicia bajo Dios, y el funcionario civil, «servidor de Dios» (Ro
13: 5-6). Este concepto de la ley como servidora de justicia está prácticamente
olvidado hoy, y, en donde se recuerda, lo denigran.
Pero, sea como sea, es el único
cimiento posible para un orden social justo y próspero. La ley como ministerio
carece de la arrogancia de los teóricos legales positivistas, que no ven ley ni
verdad más allá de sí mismos. La ley ministerial es ley bajo Dios; requiere una
humildad que la ley positivista no puede tener.
Los defensores del positivismo
legal se inclinan a acusar a los cristianos de orgullo, pero el mundo nunca ha
visto una arrogancia y orgullo más implacables que el que manifiestan los
relativistas, lo mismo en la Grecia antigua, el Renacimiento que en el siglo
XX.
Otro aspecto de la ley está implícito
en la declaración de San Pablo en Romanos 13: 1-6: la ley siempre es
discriminatoria. Es imposible escapar o evadir este aspecto de la ley. Para que
la ley cumpla su función, establecer justicia y proteger a los hombres buenos y
que acatan la ley, entonces la ley debe discriminar contra los que quebrantan
la ley y rigurosamente procurar su castigo.
La ley no puede favorecer
igualdad sin dejar de ser ley y, en todo momento la ley define, en toda y cualquier
sociedad, a los que son miembros legítimos o ilegítimos de la sociedad.
El hecho de la ley introduce una
desigualdad fundamental y básica en la sociedad.
La abolición de la ley no
eliminaría la desigualdad, porque por pura supervivencia producirá una élite y
establecerá una desigualdad fundamental.
La ley a menudo se ha usado como
arma ostensible para ganar igualdad, pero tales intentos representan o
autoengaño o intento de engaño por parte del grupo en el poder.
Los grupos revolucionarios de
«derechos civiles» vienen al caso. Su meta no es igualdad, sino poder. El
trasfondo de la cultura negra es africano y de magia, y los propósitos de la
magia son el control y el poder sobre Dios, el hombre, la naturaleza y la
sociedad. El vudú, o la magia, era la religión y vida de los negros estadounidenses.
Los cantos de vudú subyacen en el jazz, y el antiguo vudú, con su meta de
poder, ha sido reemplazado con vudú revolucionario, una lucha por el poder
modernizado.
La rebelión estudiantil ataca la
desigualdad entre los estudiantes y la facultad, entre los estudiantes y los
poderes gobernantes, pero siempre ha rechazado concesiones favorables para
continuar con demandas de poder más amplias. La meta desde el principio es el
poder.
La lista podría extenderse
indefinidamente. La meta de los igualitarios siempre ha sido el poder, y la
igualdad ha sido el argumento para pinchar la conciencia enferma de un elemento
gobernante impío y tambaleante.
La ley siempre requiere
desigualdad. La cuestión es ésta: ¿será una desigualdad en términos de justicia
fundamental (recompensa del bien y castigo del mal) o serán desigualdades
triunfantes de la injusticia y el mal?
El mandamiento «No tendrás dioses
ajenos delante de mí» requiere que no reconozcamos a ningún poder como
verdadero y legítimo en última instancia si no está basado en Dios y en su
palabra ley. Requiere que veamos la verdadera ley como justicia, la justicia de
Dios, y como servidora de justicia, y requiere que reconozcamos que las
desigualdades de la ley justa fielmente aplicada son los ingredientes básicos
de una sociedad libre y sana. El cuerpo político, no menos que el cuerpo
físico, no puede equiparar la enfermedad con la salud sin perecer.
El mandamiento: «No tendrás
dioses ajenos delante de mí», también quiere decir «No tendrás otros poderes
delante de mí», independientes de mí, o con prioridad por sobre mí. El
mandamiento también puede leerse: «No tendrás otra ley delante de mí». Los
poderes que hoy más que nunca se presentan como los otros dioses son los
estados anticristianos. El estado anticristiano se deifica y por consiguiente
se cree fuente de ley y poder. Sin una perspectiva bíblica, el estado se convierte
en otro dios, y, en lugar de la ley, prevalece la legalidad.
Esta devoción a la legalidad
tiene una larga historia en el mundo moderno. Gohier, ministro de justicia de
Francia durante los años del Reinado del Terror, llegó a ser conocido como «el
casuista de la guillotina» debido a su dedicación a la legalidad. Más tarde,
como miembro del Directorio, cuando se vio frente a la avanzada de Napoleón
para apoderarse del poder, declaró: «En el peor de los casos, ¿cómo puede haber
alguna rebelión en St. Cloud? Como presidente, tengo en mi posesión el sello de
la República». Stalin operó su continuo terror bajo la sombrilla de la
legalidad.
Pero la legalidad no es ley. Un
estado puede mediante legalidad estricta embarcarse en un curso de iniquidad
radical. La legalidad tiene referencia a las reglas del juego según las
establece el estado y sus cortes. La ley tiene referencia al orden fundamental,
dado por Dios. El estado moderno defiende la legalidad como herramienta para
oponerse a la ley. El resultado es la destrucción legal de la ley y el orden.
Como resultado, el estado, en
lugar de ser un «terror» para los que hacen el mal, progresivamente se convierte
terror para los ciudadanos que acatan la ley, para las personas justas y
piadosas. Los delincuentes aterrorizan al país con motines y violencia, y sin
temor. Es más, así como Roma declaró guerra a los cristianos, el socialismo y
el comunismo, y progresivamente las democracias, están en guerra contra la fe
ortodoxa o bíblica. Las consecuencias de tal deserción del estado de su llamamiento
a ser servidor de la justicia pueden ser a la postre la caída del estado.
El estado que deja de ser terror
para los malhechores y se convierte en terror para los santos, está
suicidándose.