4. LAS LEYES DE LA MEMBRESÍA DEL PACTO

INTRODUCCIÓN

Los que obedecen el primer mandamiento («No tendrás dioses ajenos delante de mí») son miembros del pacto. Los dos ritos básicos del pacto en el Antiguo Testamento eran la circuncisión y la Pascua, y, en el Nuevo Testamento, el bautismo y la comunión.
Génesis 17: 9-14 nos da la institución de la circuncisión como señal del pacto.
El requisito del pacto es obediencia a la ley moral (Gn 17: 1; 18: 17-19). «Es más, el carácter ético de la religión del AT lo simboliza la circuncisión.» La práctica de la circuncisión estaba ampliamente extendida en todas las culturas, y siempre era religiosa. Es el acto de cortar el prepucio del órgano genital masculino.
Para entender doctrinalmente la circuncisión, dos hechos son significativos: primero, fue instituida antes del nacimiento de Isaac; segundo, en la revelación que la acompaña se hace referencia solo a la segunda promesa, relativa a la posteridad numerosa. Estos dos hechos juntos muestran que la circuncisión tenía algo que ver con el proceso de propagación. No en el sentido de que el acto sea pecado en sí mismo, porque no hay ni rastro de esto en ninguna parte del AT.
No es el acto sino el producto, es decir, la naturaleza humana, lo que es impuro, y necesita purificación y cualificación. De aquí que la circuncisión no se aplica, como entre los paganos, a hombres adultos, sino a infantes en el octavo día. La naturaleza humana es inmunda y descalificada en su propia fuente. El pecado, en consecuencia, es cuestión de raza y no solo del individuo. Es preciso recalcar la necesidad de cualificación especialmente bajo el AT.
En ese tiempo, las promesas de Dios tenían referencia cercana a cosas temporales, naturales. De aquí que se produjo el peligro de que la descendencia natural pudiera entenderse como con derecho a la gracia de Dios. La circuncisión enseña que la descendencia física de Abraham no es suficiente para hacer verdaderos israelitas. Hay que quitar la impureza y descalificación de la naturaleza. Dogmáticamente hablando, por consiguiente, la circuncisión significa justificación y regeneración, más santificación (Ro 4: 9-12; Col 2: 11-13).
La ley, en Levítico 12:3, requiere la circuncisión al octavo día. Todos los que deseaban participar de la Pascua, hebreos o extranjeros, tenían que estar circuncidados (Éx 12: 4-48-43). Jesús y Juan el Bautista fueron circuncidados (Lc 1: 59; 2: 21), y también San Pablo (Fil 3: 5), quien insistió en la circuncisión de Timoteo, que tenía una madre judía y padre griego (Hch 16: 3). Pero Pablo no la exigió de Tito (Gá 2: 3).
Desde el principio se entendió el significado de la circuncisión y sus consecuencias espirituales: Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más el corazón de tu descendencia.
Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y vuestra cerviz (Dt 10: 16). Para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas (Dt 30: 6).
Expresiones similares se hallan en Levítico 26:41; Jeremías 4:4; 6:10; Romanos 2: 28-29; Colosenses 2: 11, etc.
Los comentaristas modernos no ven gran distinción entre la circuncisión hebrea y la pagana. Las diferencias, por supuesto, son muy grandes. Para el cristiano, la diferencia principal es que el rito bíblico lo ordenó Dios como parte de su revelación. Con respecto al significado del rito, en el paganismo es un ritual de iniciación en la edad varonil, y en la tribu o clan. En tanto que otras religiones por lo general reconocen un defecto en la naturaleza humana, también sostienen que el hombre puede remediar el defecto: de aquí la relación de la circuncisión con el inicio de la edad viril.
El joven asume sus responsabilidades en la sociedad, y también su responsabilidad religiosa para conformarse al estándar religioso mediante un acto voluntario. El paganismo es pelagiano hasta la médula. La circuncisión en el octavo día le quita al hombre el poder del rito y lo asigna a Dios: el nene no es capaz de justificarse, regenerarse ni santificarse; es enteramente pasivo en el rito. De esta manera se establece el hecho de la gracia divina.
El pacto totalmente representa iniciativa y gracia de Dios, y la señal del pacto representa lo mismo. El mandamiento, por consiguiente, era claro: la circuncisión debía ser en el octavo día (o después), cuando la sangre del niño se coagularía apropiadamente y permitiría la operación.
Una ceremonia relativa a la circuncisión es la purificación de la mujer después del parto (Lv 12). La impureza de la mujer tiene referencia a una impureza religiosa y sacramental. Micklem observa en cuanto a Levítico 12:12:
La traducción impura es peculiarmente desdichada aquí, porque inevitablemente sugiere desaprobación o disgusto, y resalta el criterio maniqueo del mal inherente en la carne. El pasaje se podía parafrasear: «Cuando una mujer tenga un hijo, el sentimiento apropiado requiere que permanezca recluida por una semana; y entonces hay que circuncidar al niño; aunque ella debe quedarse en casa por un mes, y su primera salida debe ser a la iglesia».
El punto respecto al maniqueísmo es correcto, ¡pero está en juego más que un «sentimiento apropiado»! Ni la carne ni el espíritu del hombre caído son limpios ante Dios. No hay más esperanza en las cosas espirituales que en las cosas materiales. La circuncisión atestigua el hecho de que la esperanza del hombre no está en la generación sino en la regeneración, y el testimonio de la ceremonia de la purificación de la mujer es lo mismo.
Los días de la impureza para un niño varón eran siete; la circuncisión, por su testimonio de la gracia del pacto, terminaba ese período. Para la niña, los días de la impureza eran catorce, y durante ese tiempo la mujer no debía tocar ninguna cosa sagrada y tenía prohibida la entrada al santuario.
A estos períodos les seguían días de purificación, treinta y tres después del nacimiento de un varón, y sesenta y seis días después del nacimiento de una hija, después de los cuales la madre iba al santuario con una ofrenda, un cordero de un año, o, en el caso de pobreza, como María (Lc 2:21-24), dos pichones o palomas.
La circuncisión servía para acortar el tiempo respecto al nacimiento de varones, y el rito de purificación era testimonio de la membrecía en el pacto para las hijas. Era un recordatorio de que la justicia del pacto era de la gracia de Dios para con la madre y el hijo, y que esa gracia, no la raza ni la sangre, es el manantial de la salvación.
El culto continúa en la iglesia, y aparece, por ejemplo, en el Libro de Oración Común como «Acción de gracias después del alumbramiento» o «Purificación de las mujeres». Empieza con la declaración pastoral: «Puesto que agradó a Dios Omnipotente por su bondad concederte un feliz alumbramiento, y te ha preservado en el gran peligro del parto, debes dar sinceras gracias», y concluye con la presentación de parte de la mujer de la ofrenda requerida.
El rito tiene referencia, no al pecado actual sino al pecado original, y es un reconocimiento de la caída del hombre y del pacto de gracia. Con el nacimiento la antigua rebelión de Adán se vuelve a introducir en la familia del pacto en la forma de un niño cuya naturaleza la hereda de Adán. Se reconoce esta corrupción hereditaria, y se implora el pacto de la gracia, en el rito de la purificación de la mujer.
No hay razón válida para la descontinuación del rito. Se ha reducido a una simple acción de gracias en el Libro de Oración Común, que es una atrofia del significado, pero que con todo supera en mucho la práctica de otras iglesias.
El bautismo es la señal del pacto renovado, y reemplaza a la circuncisión. Era una señal de purificación religiosa y consagración en el Antiguo Testamento (Éx 29: 4; 30: 19, 20; 40: 12; Lv 15; 16: 26, 28; 17: 15; 22: 4, 6; Nm 19: 8). En Ezequiel 36: 25-26 se nos da el bautismo («rociamiento») como señal de la regeneración del pueblo del pacto después del cautiverio, y se asocia con un «nuevo corazón».
Jeremías 31: 31-34 asocia este «nuevo corazón» con el nuevo pacto en Cristo. En términos de estos pasajes, a los prosélitos de Israel los bautizaban antes de la circuncisión, indicando que se tenía en mente el nuevo pacto. Juan el Bautista, al llamar a todo Israel al bautismo, produjo sensación, pues indicaba que la era del Mesías había llegado.
El bautismo, como la circuncisión, debía administrarse a los niños, a menos que fuera a un adulto recién convertido, como señal de membrecía del pacto por gracia. No es de sorprender que la mayoría de los que se oponen al bautismo infantil sean lógicamente también pelagianos o por lo menos arminianos. Insisten en afirmar categóricamente la prerrogativa de la salvación del hombre.
El otro rito de la membrecía del pacto, la Pascua, fue instituido en Egipto (Ex 12; 13: 3-10; Nm 9: 1-14; Dt 16: 3-4; Éx 23: 18)) para celebrar el acto culminante de redención divina de castigar a Egipto. Dios mató a todos los primogénitos de Egipto, y sobrevoló las casas de los israelitas y de otros creyentes en donde la sangre de un cordero o cabrito se había untado en el umbral y en los postes de las puertas, y todos los miembros de la familia estaban, bordón en mano, listos para salir en vista de la liberación que Dios les había prometido.
El cordero o cabrito se asaba entero y se lo comía con panes sin levadura (para significar la incorruptibilidad del sacrificio, Lv 2: 11; 1ª Co 5: 7, 8) y hierbas amargas, para significar la amargura de su esclavitud en Egipto.
Algo fundamental en la Pascua es la sangre. En el pacto con Abraham (Gn 15: 7-21), Abraham debía pasar entre las piezas divididas de los animales sacrificados, que preanunciaba la muerte del Hacedor del pacto, o sea, la muerte del verdadero sacrificio que vendría, Jesucristo, y el castigo con la muerte de los que traicionaban su pacto. Moisés en el Sinaí tomó la sangre y la roció sobre el altar y sobre el pueblo (Éx 24: 4-8) para indicar que el pacto descansaba en la expiación provista enteramente por Dios, y que el castigo para la apostasía del pacto era la muerte. Stibbs ha resumido muy bien la principal significación de «sangre» en las Escrituras:
La sangre es una señal visible de una vida que ha acabado violentamente; es la señal de vida que se entrega o se quita en la muerte. Esa entrega o privación de la vida es en este mundo lo máximo en dádivas o precio y transgresión o castigo. El hombre no conoce nada mayor. Así que:
primero, la mayor ofrenda o servicio que una persona puede ofrecer es su sangre o su vida. «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn 15: 13).
Segundo, el mayor delito o mal terrenal es derramar sangre o quitar la vida, es decir, homicidio o asesinato.
Tercero, la máxima pena o pérdida es que derrame la sangre de uno o que se le quite la vida. Por eso se dice del que derrama sangre que «por el hombre su sangre será derramada»; y Pablo dice del magistrado: «… no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo» (Ro 13: 4).
«La paga del pecado es muerte» (Ro 6: 23).
Cuarto, la única expiación posible o adecuada es vida por vida y sangre por sangre. Esta expiación el hombre no la puede hacer. (Vea Sal 49:7-8; Mr 8:36-37). No solo que ha perdido ya derecho a su vida por pecador, sino también que toda vida es de Dios (vea Sal 50: 9-10). El hombre no tiene «sangre» que pueda dar. Esta dádiva necesaria pero de otra manera imposible de obtener la ha dado Dios.

ÉL HA DADO LA SANGRE PARA HACER LA EXPIACIÓN (LV 17: 11).

La expiación es, por consiguiente, solo posible como dádiva de Dios. O, como P. T. Forsyth lo expresó: «El sacrificio es el fruto y no la raíz de la gracia». Lo que es más, cuando nuestro Señor dijo que había «venido para dar su vida en rescate por muchos» (Mr 10: 25), estaba implicando su deidad y su condición humana sin pecado, e indicando el cumplimiento de aquello de lo que la sangre derramada de los sacrificios animales solo era tipo. Aquí en Jesús, el Hijo encarnado, Dios había llegado en persona a dar como Hombre la única sangre que podía hacer expiación. La iglesia de Dios es, por consiguiente, comprada con Su propia sangre (Hch 20: 28).
Estos cuatro significados de «sangre» derramada se cumplen en la cruz de Cristo.
Allí el Hijo del hombre en carne y sangre humana hizo a nuestro favor y para nuestra salvación la suprema ofrenda.
Primero, Dio su vida. (Vea Jun. 10: 17, 18).
Segundo, se convirtió en la víctima del mayor delito de la humanidad. Lo mataron vil e injustamente.
Tercero, «fue contado con los inicuos» (Lc 22:37; de Is 53:12), y sufrió la pena capital de un malhechor. La mano de la ley y el magistrado romano lo mataron. Por el hombre fue derramada su sangre.
Cuarto, él, como Dios hecho carne, dio, como solo él podía dar, su sangre humana para hacer expiación. Ahora, por consiguiente, se puede predicar en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados. Somos justificados por su sangre.
La Pascua celebraba la redención de Israel, así como el sacramento de la Cena del Señor celebra la redención de la verdadera iglesia de Dios por la sangre de Jesucristo.
La celebración del sacramento significa la recepción por fe de la redención y limpieza del pecado y las bendiciones de la vida del pacto en Cristo mediante su sacrificio expiatorio.
La Pascua era el doble testigo que la sangre requería. Se requería sangre, primero, de todo Egipto por su incredulidad. El primogénito representaba en su persona a toda la familia, y la sentencia de muerte se dictó contra ellos como una sentencia de muerte contra todos. Segundo, Israel, no menos que Egipto, estaba sentenciado a muerte. No había en ellos mérito que los salvara, ni podía haberlo.
Pero la sentencia de muerte dictada contra el pueblo del pacto la asumió Dios Hijo en el tipo de la sangre del cordero.

EL MISMO TESTIGO DOBLE DE SANGRE APARECE EN LA CRUZ.

Primero, Israel fue sentenciado a muerte (Mt 24) y destinado a la destrucción por su traición al pacto.
Segundo, el pueblo de Cristo fue redimido del pecado por la sangre del pacto y fue librado del castigo de Jerusalén y Judea.
El sacramento de la Cena del Señor es la Pascua cristiana, «porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad» (1ª Co 5: 7, 8). La primera celebración de la Cena del Señor, en el aposento alto, tuvo lugar a la conclusión y cumplimiento de la Pascua.
El mismo testigo doble es básico en la Cena del Señor, y no se puede celebrar verdaderamente si se niega o soslaya este aspecto. Primero, la Pascua de Israel se celebró en la expectativa de la victoria. Los hebreos debían de comer de prisa; Dios los libraría esa misma noche de su opresor y enemigo mediante un juicio poderoso contra Egipto y el saqueo de los egipcios (Éx 12:11, 29-36).
La Pascua cristiana establece la liberación del creyente del pecado y la muerte y su liberación del enemigo. Es una salvación espiritual y material. Celebrar la muerte del Primogénito de Dios para nuestra salvación es celebrar la muerte de los enemigos de Dios, de sus primogénitos, en su totalidad, bajo castigo divino. Requiere que nos movamos en términos de victoria (Éx 12:11) a fin de recibirla. Limitar el sacramento a una victoria espiritual es actuar como maniqueo y no como cristiano; es ver a Dios como señor solo de lo espiritual y no del ámbito material. Entonces, segundo, como es bien evidente, la Cena del Señor es victoria debido a su juicio.
San Pablo declaró que el sacramento es juicio contra los creyentes que participan de ella «indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor» (1ª Co 11: 27-30). Si es juicio contra los creyentes que transgreden, ¿cuánto mucho más la Cena del Señor proclama condenación a un mundo en rebelión contra Dios?
Pero, tercero, los hijos del pacto (los niños varones circuncidados) y las hijas del pacto, participaban del mismo. En verdad, el servicio fue diseñado para declarar el significado del sacramento a los niños varones más jóvenes capaces de hablar, a quienes se le asignó el papel ritual de preguntar: «¿Qué es este rito vuestro?» (Éx 12: 26). El padre entonces declaraba el significado de todo. En la iglesia primitiva, los niños participaban del sacramento, según todos los registros.
La evidencia de San Pablo indica que familias enteras asistían y participaban; era la comida del anochecer (1ª Co 11). Antiquities of the Christian Church, de Joseph Bingham, cita la evidencia de una práctica largamente ejecutada de participación de niños e infantes. Esta práctica fue una continuación de la Pascua de Israel, y no hay ninguna evidencia bíblica para dejarla. Al mismo tiempo, hay que notar que la iglesia inicial estrictamente excluyó de los sacramentos a los extraños. Los argumentos contra esta inclusión de niños son más racionalistas y pelagianos que bíblicos.
El mandamiento «No tendrás dioses ajenos delante de mí» requiere, primero, que el hombre sepa que su única esperanza de salvación es la sangre del sacrificio de Dios, el Cordero de Dios, y que viva en obediencia agradecida. Segundo, el hombre debe reconocer que toda sangre está gobernada por Dios y su palabra-ley, y que hacer algo aparte de Dios y su palabra-ley es pecado, porque «todo lo que no proviene de fe, es pecado» (Ro 14:23). Como Stibbs ha escrito:
Además, la convicción que subyace en las Escrituras del Antiguo Testamento es que la vida física es creación de Dios. Así que le pertenece a él y no a los hombres. También, sobre todo en el caso del hombre hecho a imagen de Dios, esta vida es preciosa a la vista de Dios. Por consiguiente, no solo que ningún hombre tiene derecho independiente a derramar sangre y quitar la vida, sino que también si lo hace, tendrá que dar cuenta a Dios por lo que hizo. Dios exige la sangre de cualquier hombre que la derrama.
El asesino trae sangre sobre sí mismo no solo a los ojos de los hombres sino primero a ojos de Dios. Y la pena que establece Dios, y que a los otros hombres se les hace responsable de aplicar, es que se debe quitar la vida del asesino. Tal hombre no merece seguir disfrutando de la dádiva divina de la vida. Debe pagar la pena terrenal suprema y perder su vida en la carne. Es más, el carácter del castigo es también significativamente descrito por el uso de la palabra «sangre». «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Gn 9:5, 6)6.
No tener otros dioses quiere decir no tener otra ley que la ley de Dios, y ninguna actividad o pensamiento aparte de su palabra y ley. Sea para alimento, para imponer la ley civil, la guerra, o en defensa propia, se puede derramar sangre solo en los términos de la palabra de Dios. En donde Dios lo permite, el hombre no puede contradecir a Dios ni proponer una manera «mejor» o «más elevada» sin pecar. Así que considerar el vegetarianismo, el pacifismo, o la no resistencia en todo caso, como una manera «más elevada» es considerar la manera de Dios como inferior a la del hombre.
Muy estrechamente relacionada con la doctrina de la Pascua está la redención del primogénito y su santificación.
Jehová habló a Moisés, diciendo: Conságrame todo primogénito. Cualquiera que abre matriz entre los hijos de Israel, así de los hombres como de los animales, mío es (Éx 13:1, 2).
Y cuando Jehová te haya metido en la tierra del cananeo, como te ha jurado a ti y a tus padres, y cuando te la hubiere dado, dedicarás a Jehová todo aquel que abriere matriz, y asimismo todo primer nacido de tus animales; los machos serán de Jehová. Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos. Y cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo:
¿Qué es esto?, le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir en la tierra de Egipto a todo primogénito, desde el primogénito humano hasta el primogénito de la bestia; y por esta causa yo sacrifico para Jehová todo primogénito macho, y redimo al primogénito de mis hijos. Te será, pues, como una señal sobre tu mano, y por un memorial delante de tus ojos, por cuanto Jehová nos sacó de Egipto con mano fuerte (Éx 13: 11-16).
No demorarás la primicia de tu cosecha ni de tu lagar. Me darás el primogénito de tus hijos. Lo mismo harás con el de tu buey y de tu oveja; siete días estará con su madre, y al octavo día me lo darás (Éx 22: 29, 30).
Todo primer nacido, mío es; y de tu ganado todo primogénito de vaca o de oveja, que sea macho. Pero redimirás con cordero el primogénito del asno; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. Redimirás todo primogénito de tus hijos; y ninguno se presentará delante de mí con las manos vacías (Éx 34: 19, 20).
Pero el primogénito de los animales, que por la primogenitura es de Jehová, nadie lo dedicará; sea buey u oveja, de Jehová es (Lv 27:26).
Consagrarás a Jehová tu Dios todo primogénito macho de tus vacas y de tus ovejas; no te servirás del primogénito de tus vacas, ni trasquilarás el primogénito de tus ovejas. Delante de Jehová tu Dios los comerás cada año, tú y tu familia, en el lugar que Jehová escogiere (Dt 15: 19, 20).
Si las primicias son santas, también lo es la masa restante; y si la raíz es santa, también lo son las ramas (Ro 11:16).
La redención es aquí un asunto muy físico, porque la redención nunca se separa del mundo de lo físico o lo espiritual. Israel estaba esclavizado físicamente en Egipto tanto como en esclavitud al pecado. La caída del hombre puso al hombre, cuerpo y alma, en esclavitud, y la redención por consiguiente es total, y afecta a la totalidad del hombre, y no solo a un aspecto del mismo. Limitar la salvación al alma del hombre y no a su cuerpo, su sociedad, y todo aspecto y relación, es negar su significado bíblico. En definitiva, a la postre toda la creación está involucrada en la redención (Ro 8: 20-21).
El primogénito al que se hace referencia en la ley es al primogénito de una madre antes que de un padre; es «lo primero que sale de todo vientre» (Éx 13: 2).El análisis de Fairbairn de la redención del primogénito es bien bueno: Tenemos un acto triple de Dios:
primero, la ejecución de la muerte del primogénito del hombre y la bestia en Egipto; la exención a Israel de este azote en consideración al sacrificio pascual; y por último en conmemoración de la exención, la consagración al Señor de todos los primogénitos en el futuro.
El elemento fundamental en el cual todo procede es sin duda el carácter representativo del primogénito; la primera prole del padre que produce representa el fruto entero del vientre, siendo eso en lo cual todo toma su principio; así que la matanza del primogénito de Egipto fue virtualmente la matanza de todos; implicaba que una y la misma condenación pendía sobre todos; y, en consecuencia, que la salvación del primogénito de Israel y su subsiguiente consagración al Señor, era, respecto a la intención y virtud eficaz divinas, la salvación y consagración de todos. De aquí que Israel como un todo fue designado como primogénito de Dios: «Y dirás a Faraón: Jehová ha dicho así:
Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito» Éx 4: 22, 23.
El acto de redención era por lo tanto el rito de confirmación de la membrecía en el pacto. Se reconocía a todo Israel, hombre y bestia, como posesión de Dios. Su «primogénito» por gracia y adopción. Israel merecía morir no menos que Egipto; su redención fue un acto de gracia soberana. Dios le había demostrado este hecho a Abraham, al llamarlo a sacrificar a Isaac.
La Biblia no condena el sacrificio humano en principio. «Todo sacrificio bíblico descansa en la idea de que darle a Dios la vida, bien sea en consagración o expiación, es necesaria a la acción o restauración de la religión». Por otro lado, «el hombre en la relación anormal de pecado queda descalificado para presentar esta entrega de su vida en su propia persona. Aquí se trae a colación el principio del carácter vicario; una vida toma el lugar de otra».
Pero incluso sin pecado, el hombre no puede darle nada a Dios que el hombre no haya recibido ya de Dios. El hecho de que la redención del primogénito normalmente iba ligada al octavo día, el tiempo de la circuncisión, de la entrada al pacto, la hacía al mismo tiempo una confirmación del pacto por parte de los padres. Los animales a menudo se daban directamente al sacerdote. La tribu de Leví se convirtió en sustituta de la tribu sacerdotal, dedicada a Dios, como el primogénito (Nm 3: 40, 41).
La ley se encargó de proteger a los padres de una tasa exorbitante de redención (Lv 27: 1-8). Otras leyes respecto al primogénito, o sea, que reiteran el asunto, son Números 8:16, 17, que relaciona el derecho de Dios al primogénito de Israel con la matanza del primogénito de Egipto; Números 8:18, que establece a los levitas como sustitutos; y Números 3: 11-13, 44-45, que da detalles específicos de esta sustitución. En Éxodo 13: 11-13 y Éxodo 22:30, así como también en Éxodo 34: 19, 20; Levítico 27: 26, 27; y Números 18: 15, 17 se especifica el primogénito de los rebaños y ganado.
 En Números 18: 15, 17 se especifica que el primogénito de una vaca, una oveja, o una cabra no se pueden redimir sino que se deben comer según Deuteronomio 14: 23; 15: 19-22 junto con el diezmo del trigo, el vino y el aceite delante del Señor como segundo diezmo. Waller comentó sobre Deuteronomio 14:22, 23, 28:
(22) Indefectiblemente diezmarás. El Talmud y los intérpretes judíos por lo general están de acuerdo en que el diezmo mencionado en este pasaje, tanto aquí como en el versículo 28, y también el diezmo descrito en el cap. 26:12-15, son lo mismo: «el segundo diezmo»; y son distintos por entero del diezmo ordinario asignado a los levitas para su subsistencia en Nm 18:21, y ellos daban el diezmo de eso para el sacerdote. (Nm 18: 26).
(23) Y comerás delante de Jehová tu Dios o sea, comerás el segundo diezmo. Esto se debía hacer dos años; pero el tercero y sexto años había un arreglo diferente (ver versículo 28). En el séptimo año, que era sabático, probablemente no habría diezmo, porque no iba a haber cosecha. El producto de la tierra era para todos, y todos eran libres para comer a gusto.
(28) Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año. Los judíos llaman a esto maaser ani, «el diezmo de los pobres». Lo consideraban idéntico al segundo diezmo, que de manera ordinaria lo comían los propietarios en Jerusalén; pero cada tercero y sexto años se entregaba a los pobres.
Se debe notar que este segundo diezmo no era estrictamente la décima parte, puesto que un segundo diezmo no se apartaba del ganado especificado, sino que «los primogénitos tomaban el lugar de un segundo diezmo de los animales».
Además de la redención del primogénito, se requería un impuesto per cápita de todo hombre de veinte años o más (Éx 30: 11-16), que originalmente se usó para construir el tabernáculo (Éx 30: 25-28).
Lo pagaban los levitas y todos los demás. Era un recordatorio de que todos eran preservados con vida solo por la gracia de Dios. Se usaba para mantener el orden civil después de que se construyó el tabernáculo (el salón del trono y palacio de gobierno de Dios).
La inscripción formal en la madurez implicaba el pago de medio siclo en reconocimiento de la gracia providencial de Dios. Todos pagaban la misma cantidad. «Era un reconocimiento del pecado, igualmente obligatorio para todos, así que era igual para todos; y salvaba de la venganza de Dios a aquellos que, si hubieran sido demasiado orgullosos para hacerlo, habrían sido castigados por alguna “plaga” u otra». El tributo era un recordatorio de que vivían por la gracia de Dios, y que sus vidas y bienes eran tomados por su traición contra Dios. Era, por consiguiente, una ceremonia asociada en significado con la redención del primogénito, la Pascua y el día de la expiación, antes que con el diezmo.
Tanto las primicias del ganado, como del campo, debían con las excepciones notadas darse al Señor para el mantenimiento levítico, según la ley del pacto.
La ley de las primicias aparece en Levítico 23: 10, 17 y Deuteronomio 26: 1-11, también Números 15: 17-21; Éxodo 22: 29; 23: 19. El Nuevo Testamento se refiere a las primicias en Romanos 8: 13; 11: 16; 16:5; 1 Corintios 15:20-23; 16:15; Santiago 1: 18; Apocalipsis 14: 4. Jesucristo declaró ser, al resucitar de los muertos, «la primera gavilla mecida ante el Señor el segundo día pascual, pues Cristo rompió las ataduras de la muerte en ese mismo tiempo».
San Pablo declaró: «También nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Ro 8: 23).
La ofrenda del primogénito y las primicias estaba estrechamente vinculada con el diezmo, y, con él, constituía una ofrenda simbólica del todo. El diezmo, sin embargo, era una adición a la ofrenda del primogénito y las primicias.
La iglesia primitiva vio la ofrenda del primogénito cumplida en Jesucristo, la ofrenda que presentó Dios en cumplimiento de lo que se requería de la familia de la fe. La ofrenda de las primicias, sin embargo, se continuó, aunque Cristo también la cumplió en igual medida. La recolección de las primicias tomaba varias formas, tales como el pago del producto del primer año de beneficios exigido por el papa de los beneficios en Inglaterra que habían sido concedidos a extranjeros.
Enrique VIII se posesionó de la recolección, pero la reina Ana la restauró a la Iglesia de Inglaterra para aumentar sus exiguos ingresos. Con respecto al diezmo, según Bingham, «los antiguos tenían la ley en cuanto los diezmos no como meramente una orden ceremonial o política, sino como una obligación moral y perpetua». Por muchos siglos el diezmo se estuvo pagando en productos, o sea, literalmente una décima parte del campo antes que su equivalente monetario.

SE CONSTRUÍAN GRANEROS DE DIEZMOS PARA ALMACENAR LOS DIEZMOS.

El concilio de Trento hizo obligatorio el diezmo bajo pena de excomunión, pero esto fue abolido en Francia en 1789 y gradualmente fue cayendo en desuso. Se requirió en círculos protestantes en un tiempo pero aquí también ha caído en desuso o se ha convertido en un diezmo a la iglesia.
El diezmo aparece muy temprano, mucho antes de Moisés; cuando Abraham dio el diezmo (Gn 14: 20; He 7: 4, 6), al parecer era una práctica establecida, así que sus orígenes pueden remontarse a la revelación original a Adán. Jacob también habló del diezmo (Gn 28: 20-22). Una porción del Señor parecida al diezmo aparece en la guerra contra Madián, cuando Dios fijó la proporción del botín de guerra que debía ser del Señor como uno de cada cincuenta, y uno de cada quinientos, según el botín (Nm 31: 25-54).
La ley del diezmo aparece en Levítico 27:30-33; Números 18:21-26; Deuteronomio 14: 22-27; 26: 12, 15. Los rabinos y muchos eruditos ortodoxos distinguían tres diezmos; algunos eruditos ortodoxos y virtualmente todos los modernistas ven solo un diezmo. La existencia de tres diezmos desde los primeros años lo atestigua la historia (desde el período más antiguo de documentos hebraicos que relatan las Escrituras y los apócrifos).
Tobías, fechado en 1350 a. C., o de 250 al 200 a. C., por Davis, y «hacia el fin del tercer siglo a. C.» por Gehman, da evidencia clara de tres diezmos (Tob 1: 5-8). Una evidencia similar se puede hallar en las Antigüedades de Josefo, libro IV, y en Jerónimo, en una fecha posterior.
La evidencia histórica revela la práctica; las Escrituras se refieren a tres tipos de diezmos. Los que insisten en reducirlo a un solo diezmo son los que tienen que presentar pruebas.
Al analizar el diezmo, por consiguiente, es evidente que, primero, hay tres tipos de diezmos,
Un primer diezmo, el diezmo del Señor (Nm 18: 21-24), que se daba a los levitas, quienes daban Un diezmo de esto a los sacerdotes (Nm 18: 26-28);
Un segundo diezmo, diezmo de festival para alegrarse ante el Señor (Dt 12: 6-7, 17-18);
Un tercer diezmo, o diezmo de los pobres, cada tercer año, que se debía compartir localmente con el levita local, el extranjero, el huérfano y la viuda (Dt 14: 27-29).
Segundo, el Señor como Creador de todas las cosas, estableció los términos de la vida del hombre y el uso de los bienes del hombre. Ciertas cantidades específicas son santas para el Señor. El diezmo era de los bienes, o sea, de la ganancia de ganado o rebaño y del producto del campo. Si se redimía, es decir, si se pagaba al Señor en dinero, había que añadir una quinta parte.
Al dar el diezmo, el hombre no debía escoger lo bueno o lo malo para el Señor, sino tomar cada décimo animal como su diezmo. Si un hombre contaba dieciséis terneros, entonces daba como diezmo solo uno, el décimo al contarlos. Al añadir una quinta parte al diezmo monetario, la tendencia era igualar el diezmo, pero, en todo, el requisito favorecía al hombre (Lv 27: 30-33).
Tercero, El segundo diezmo se debía usar para alegrarse ante el Señor en los tres festivales religiosos anuales. Se podía llevar al santuario en forma de dinero, para gastarlo allí en uno mismo durante la Pascua, la Fiesta de los Tabernáculos, o la Fiesta de las Semanas, en dos semanas de «vacaciones» religiosas (Dt 12: 6-7; 12: 22-27; 16: 3, 13, 16). Excepto para los levitas, con quienes se compartía una porción, este diezmo seguía siendo del diezmador y lo usaba para su placer.
No había un segundo diezmo de animales en el segundo diezmo; las primicias del   rebaño tomaban su lugar en el segundo diezmo (Dt 12: 17, 18).
Cuarto, el tercer diezmo era el diezmo de los pobres, que se usaba para los pobres, las viudas, los huérfanos, los extranjeros desvalidos y las personas de la localidad que no podían valerse por sí mismas debido a la edad, enfermedad u otras condiciones especiales. También se debía recordar a los levitas (Dt 14: 27-29).
Quinto, el diezmo, según Thompson, venía a equivaler a una décima parte para el Señor, una décima parte para los pobres y una pequeña cantidad del segundo diezmo para los levitas. Thompson lo llamó «una sexta parte de los ingresos del hombre», puesto que el tercer diezmo o de los pobres tenía lugar dos veces en cada período de seis años.
En términos de esto, Thompson vio el diezmo total como igual a un día de trabajo en cada seis. Esto puede ser un poco alto, pero se acerca. Sin calcular el segundo diezmo como un costo (o sea, la porción de los levitas), llega al 13,33% anual, en tanto que el cálculo de Thompson lo lleva a un porcentaje más alto.
Sexto, no había diezmo del producto agrícola en el séptimo año o sabbat (Lv 25: 1-7). En ese año no debía haber siega, ni poda, ni cosecha. Los árboles y viñas debían dejar caer su fruto, excepto lo que los pobres cosechaban para su uso, o comían el ganado y los animales salvajes, o para uso de la mesa del dueño (Éx 23: 11). Rawlinson comentó:
Bajo el sistema impuesto divinamente sobre los israelitas, se lograban tres propósitos benevolentes.
1. Se beneficiaba el propietario. No solo se evitaba que agotara la tierra al cosechar demasiado, y se hundiera así en la pobreza, sino que se le obligaba a formar el hábito de calcular y planear de antemano. Como tenía que separar algo para el séptimo año, tenía que aprender a calcular sus necesidades, a almacenar su grano y a mantener algo a mano para el futuro. De esta manera se desarrollaban su razón y poderes de reflexión, y pasaba de ser un simple obrero a ser un agricultor sensato.
2. Se beneficiaban los pobres. Puesto que todo lo que crecía espontáneamente en el séptimo año, sin gastos ni trabajo de parte del dueño, no se podía considerar que le perteneciera exclusivamente a él. La ley mosaica lo puso a la par con los frutos silvestres ordinarios, y se los concedía al que primero pasaba (Lv 25:5, 6). Mediante este arreglo se permitía a los pobres beneficiarse, puesto que eran ellos especialmente los que recogían lo que la naturaleza proveía en abundancia. En el clima seco de Palestina, en donde es seguro que mucho grano cae durante la recolección de la cosecha, el crecimiento espontáneo probablemente sería considerable, y bastaría con amplitud para el sustento de los que no tenían otro recurso.
3. Se beneficiaban las bestias. Dios «cuida del ganado». El año sabático lo había reservado, en parte, para que «las bestias del campo» pudieran tener abundancia de alimento. Cuando el hombre les daba de comer, a menudo tenían escasa provisión. Dios haría que, por un año en cada siete por lo menos, comieran hasta saciarse.
Rawlinson señala por otro lado que el uso sabático del campo y la viña era incuestionablemente similar al rebusco, o sea, cuando el dueño controlaba la admisión de los pobres que lo merecían. Volveremos al sabbat agrícola más adelante.
Séptimo, el diezmo es una ofrenda proporcional. El diezmo del pobre complace tanto a Dios como el diezmo del rico. El principio del diezmo está claro en la ley: «Cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado» (Dt 16: 17). Este mismo principio lo presenta San Pablo en 2ª Corintios 8:12 como la esencia de la ofrenda cristiana. San Pablo escribió con respecto a la colecta para los pobres, y citó el principio del diezmo para recolectar el diezmo de los pobres de los creyentes. Mediante la ofrenda proporcional, no se ponía sobre nadie ninguna carga indebida; no se esperaba que el rico fuera el único que ofrendara, ni tampoco se dejaba la carga a los quisieran darla.
Octavo, mediante el diezmo, existía una relación concreta y realista con Dios. Según Malaquías 3: 7-12, la maldición de Dios va en contra de los que niegan la ordenanza de Dios en cuanto al diezmo, porque esto es alejarse de la ley de Dios (Mal 3: 7). De manera similar, la bendición de Dios se derrama como un diluvio sobre los que obedecen la ley del diezmo. Como Samuel Rutherford (1600-1661) escribió: «Estoy persuadido de que Cristo es responsable y se ajusta a la ley, y recompensa por todo lo que se le entrega o se da para él; las pérdidas por Cristo no son sino bienes depositados en el banco de la mano de Dios».
Esto no es la paga de Dios, que no le debe al hombre nada, sino que es una bendición. Ante todo, Malaquías promete una bendición nacional, como veremos más tarde, pero el aspecto personal no está ausente. G. H. Pember escribió en Earth’s Earliest Ages [Las edades más antiguas de la tierra]:
Sabemos por lo general que la gracia de Dios llega tras todo acto de obediencia directa de parte nuestra. Si buscamos incluso los mandamientos más minuciosos de su ley, y los cumplimos; si demostramos que no dejaremos que ni una sola palabra pronunciada por él caiga en tierra, testificaremos para nosotros y para los demás que con hechos, y no solo en palabras, lo reconocemos como nuestro Dios y nuestro Rey. Tampoco él será por su parte lento en reconocernos como sus súbditos, como que tenemos derecho a su ayuda y protección. Y, como el Rvdo. Samuel Chadwick (1860-1912) escribió: «Nadie puede robarle a Dios sin matar de hambre su propia alma».
Noveno, el diezmo del Señor, y el diezmo de los pobres, financiaban las funciones sociales básicas que, bajo el totalitarismo moderno, ha llegado a ser facultades del estado, como la educación y la beneficencia pública. La educación era una de las funciones de los levitas (no del santuario). Los levitas ayudaban a los sacerdotes en las tareas religiosas relativas al santuario (1A Cr 23: 28-31; 2A Cr 29: 34; 35: 11), y como funcionarios, jueces y músicos (1ACr 23:1-5).
En un orden civil santo, el grupo mejor instruido en la ley de Dios claramente prestaría servicios sociales de mucho mayor alcance. Puesto que su sustento estaba respaldado por el diezmo, el costo básico del gobierno civil para la sociedad se aligeraba. El diezmo es un reconocimiento de la realeza de Dios; en 1 Samuel 8:4-19 se citan las consecuencias del rechazo de la realeza de Dios: el totalitarismo, la opresión, la pérdida de libertades, y un aumento del costo del gobierno civil.
Sin el diezmo, las funciones sociales básicas caen en dos tipos de tropiezos: por un lado, el estado asume estas funciones, y, por otro, los ricos y las fundaciones ejercen un poder preponderante sobre la sociedad. El diezmo liberta a la sociedad de esta dependencia del estado y de los individuos ricos y fundaciones. El diezmo pone el control básico de la sociedad en manos del pueblo de Dios que diezma. Se les ordena que lleven «todos los diezmos al alfolí» (Mal 3:10).
El alfolí del que Malaquías habló era literalmente eso: un lugar físico de almacenaje que era del Señor, que pertenecía a la tradición religiosa de los levitas que, en lugar de ser apóstata o sincretistas, eran fieles a Dios y a su palabra-ley. El diezmador no daba su diezmo si su diezmo si iba a un alfolí impío; era su deber observar si los levitas eran consagrados o impíos.
De manera similar, el diezmador hoy no está dando el diezmo a menos que su décima parte vaya a una obra verdaderamente piadosa, a las iglesias, a causas misioneras e instituciones educativas que enseñan fielmente la palabra-ley de Dios. Insisto, el diezmo del pobre está en manos del que lo da; no puede usarlo, ni tampoco los productos de su año sabático, ni el rebusco de su campo para subsidiar el mal, la holgazanería ni la apostasía. El diezmo del pobre tiene como propósito el fortalecimiento de la sociedad santa, no su destrucción.
Como hemos visto, el diezmo iba a los levitas, quienes daban a los sacerdotes un diezmo del diezmo. Así que solo una pequeña porción del diezmo iba a los sacerdotes y para el mantenimiento del culto. En el período en el desierto, los levitas tenían tareas importantes en el cuidado y transporte del tabernáculo, pero estas tareas desaparecieron más tarde.
Los levitas asumieron las funciones sociales más amplias, y ningún profeta jamás criticó ni cuestionó estas funciones más amplias, lo que quiere decir que estaban claramente dentro del llamamiento declarado de Dios. Los levitas, como la tribu del «primogénito» por elección de Dios, eran la tribu con las funciones básicas del primogénito, que eran gubernamentales en el amplio sentido de la palabra.
En tanto que el «cetro» fue dado a Judá (Gn 49: 10), en los otros aspectos Leví, como la tribu del primogénito (Nm 8: 18) tenía los deberes gubernamentales básicos. Había así una división básica de poderes entre el estado (Judá y el trono) y las funciones gubernamentales amplias (Leví). Esta división ha sido destruida por la desaparición del diezmo como factor gubernamental.
En la Europa medieval y de la Reforma, las funciones gubernamentales amplias pertenecían al mundo del diezmo. Una de motivos de la frecuente falta de confianza en el estado fue el papel usualmente limitado del estado. Las escuelas, los hospitales, los lazaretos para leprosos, la atención de los huérfanos, viudas, extranjeros y pobres, y muchas cosas más eran provincia del diezmo. Concedemos que había corrupción en la iglesia medieval, y sin embargo esa corrupción ha quedado eclipsada con mucho por el estado moderno degenerado y despilfarrador.
Se debe recordar también que el diezmo iba a la iglesia local o diócesis. Las leyes de Edmund decretadas en una asamblea en Londres, 942-946, cap. 2, dicen: «Ordenamos a todo cristiano por su cristianismo pagar los diezmos, y tasas de la iglesia, y el penique de Pedro, y limosnas de arado. Y si alguno no hace esto, que sea excomulgado».
Las leyes de Ethelred, 1008, cap. 11, declaraban: Y las tasas de la iglesia se deben pagar a tiempo cada año, es decir, limosnas de arado una noche después de resurrección, el diezmo de la ganancia de los ganados en Pentecostés, y el fruto de la tierra en la misa de Todos los Santos, y el penique de Pedro en la misa de Pedro, y las tasas para las luces tres veces al año.
La Biblia provee, como ley cimiento de un orden social piadoso, la ley del diezmo. Para entender la plena implicación del diezmo, es importante saber que la ley bíblica no impone impuestos a la propiedad; el derecho de cobrar impuestos a la propiedad de bienes raíces implícitamente se le niega al estado, porque el estado no tiene tierra sobre la que pueda cobrar impuestos.
«De Jehová es la tierra» (Éx 9: 29; Dt 10: 14; Sal 24: 1; 1ª Co 10: 26, etc.); por consiguiente, solo Dios puede cobrar impuestos a la tierra. El que el estado se irrogue el derecho de imponer impuestos a la tierra es como si el estado se creyera el dios y creador de la tierra, cuando es más bien ministro de la justicia de Dios (Ro 13:1-8). El que el estado entre en los dominios de Dios es una invitación al desastre.
La inmunidad de la tierra respecto a impuestos de parte del estado quiere decir libertad. Un hombre entonces no puede ser despojado de su tierra; todo hombre tiene una seguridad básica en su propiedad. Como Rand destacaba:
Es imposible despojar a los hombres de su herencia bajo la ley del Señor puesto que no se cobraban impuestos sobre la tierra. Aparte de los compromisos que tuviera, un hombre no dejaba desposeída a su familia porque lo despojaran para siempre de su tierra.
Debido a que la tierra no es propiedad del estado, ni tampoco la tierra es parte de la jurisdicción del estado, este, por consiguiente, no tiene derecho bajo Dios de imponer impuestos sobre la tierra de Dios. Es más, el que el estado demande tanto como Dios, o sea, un décimo de los ingresos del hombre, es una señal de apostasía y tiranía, según 1ª Samuel 8: 4-19. El estado moderno, por supuesto, demanda varios diezmos como impuestos.
El diezmo no es una ofrenda a Dios; es el impuesto que se paga a Dios por el uso de la tierra, que está en todo sentido bajo la ley y jurisdicción de Dios. Solo cuando el pago al Señor excede el diez por ciento se llama ofrenda y «ofrenda voluntaria» (Dt 16:10, 11; Éx 36:3-7; Lv 22:21, etc.).
Por siglos se recogió el diezmo legalmente, o sea que el estado proveía la obligación legal de que se pagaran los diezmos a la iglesia. Cuando Virginia repudió la ley que hacía obligatorio el pago del diezmo, George Washington expresó su desaprobación en una carta a George Mason, el 3 de octubre de 1785. Creía, dijo, en «hacer que la gente pague por el sostenimiento de lo que profesan».
Desde el siglo cuarto y en adelante, los gobiernos civiles empezaron a exigir el diezmo, porque se creía que un país podía negar a Dios su impuesto solo a su propio riesgo.
Desde finales del siglo dieciocho, y especialmente en años recientes, tales leyes han desaparecido bajo el impacto de movimientos ateos y revolucionarios. En vez de liberar a los hombres de un impuesto «opresivo», la abolición del diezmo ha abierto el camino a impuestos verdaderamente opresivos de parte del estado a fin de asumir las responsabilidades sociales que en un tiempo sufragaba el dinero del diezmo.
Hay que pagar por las funciones sociales básicas. Si no las pagan personas cristianas responsables, que dan el diezmo, las debe pagar un estado tirano que usará la beneficencia pública y la educación como peldaños al poder totalitario.
El asunto lo resumió muy bien Lansdell: Parece claro, entonces, a la luz de la revelación, y de la práctica de tal vez todas las naciones antiguas, que el hombre que niega a Dios la porción que pide de la riqueza que viene a sus manos es muy similar a un anarquista espiritual; y a quien da menos que el diezmo de sus ingresos o ganancias las Escrituras lo condenan como robador. En verdad, si en los días de Malaquías el no pagar el diezmo se consideraba robo, ¿puede un cristiano que se guarda el diezmo ahora ser, mucho más que entonces, considerado honesto con Dios?
Dar correctamente es parte de vivir correctamente. El vivir no es correcto cuando el dar no es correcto. El dar no es correcto cuando le robamos a Dios su porción para gastarla en nosotros mismos.
Es significativo que en la Unión Soviética toda actividad de beneficencia estaba estrictamente prohibida a grupos religiosos. Si un grupo o iglesia recogía fondos o bienes para llevar alivio a los miembros enfermos y necesitados de la congregación o de la comunidad, de inmediato levantaba un poder independiente del estado como remedio para los problemas sociales. Producía, todavía más, un poder que llegaba al pueblo más directo, eficiente y poderosamente.
La consecuencia se consideraba una afrenta directa a la preeminencia del estado. Por esto, en las democracias los orfanatos han sido continuamente el blanco de legislaciones represivas para eliminarlos, y el estado se ha adelantado cada vez más a los esfuerzos caritativos como un paso importante hacia el totalitarismo.

Lansdell tenía razón. Los que no dan el diezmo son anarquistas espirituales: destruyen la libertad y orden de la sociedad y desatan el demonio del estatismo.