INTRODUCCIÓN
Los que obedecen el primer
mandamiento («No tendrás dioses ajenos delante de mí») son miembros del pacto.
Los dos ritos básicos del pacto en el Antiguo Testamento eran la circuncisión y
la Pascua, y, en el Nuevo Testamento, el bautismo y la comunión.
Génesis 17: 9-14 nos da la
institución de la circuncisión como señal del pacto.
El requisito del pacto es
obediencia a la ley moral (Gn 17: 1; 18: 17-19). «Es más, el carácter ético de
la religión del AT lo simboliza la circuncisión.» La práctica de la
circuncisión estaba ampliamente extendida en todas las culturas, y siempre era religiosa.
Es el acto de cortar el prepucio del órgano genital masculino.
Para entender doctrinalmente la
circuncisión, dos hechos son significativos: primero, fue instituida antes del
nacimiento de Isaac; segundo, en la revelación que la acompaña se hace
referencia solo a la segunda promesa, relativa a la posteridad numerosa. Estos
dos hechos juntos muestran que la circuncisión tenía algo que ver con el
proceso de propagación. No en el sentido de que el acto sea pecado en sí mismo,
porque no hay ni rastro de esto en ninguna parte del AT.
No es el acto sino el producto,
es decir, la naturaleza humana, lo que es impuro, y necesita
purificación y cualificación. De aquí que la circuncisión no se aplica, como
entre los paganos, a hombres adultos, sino a infantes en el octavo día. La
naturaleza humana es inmunda y descalificada en su propia fuente. El pecado, en
consecuencia, es cuestión de raza y no solo del individuo. Es preciso recalcar
la necesidad de cualificación especialmente bajo el AT.
En ese tiempo, las promesas de
Dios tenían referencia cercana a cosas temporales, naturales. De aquí que se
produjo el peligro de que la descendencia natural pudiera entenderse como con
derecho a la gracia de Dios. La circuncisión enseña que la descendencia física
de Abraham no es suficiente para hacer verdaderos israelitas. Hay que quitar la
impureza y descalificación de la naturaleza. Dogmáticamente hablando, por
consiguiente, la circuncisión significa justificación y regeneración, más
santificación (Ro 4: 9-12; Col 2: 11-13).
La ley, en Levítico 12:3,
requiere la circuncisión al octavo día. Todos los que deseaban participar de la
Pascua, hebreos o extranjeros, tenían que estar circuncidados (Éx 12: 4-48-43).
Jesús y Juan el Bautista fueron circuncidados (Lc 1: 59; 2: 21), y también San
Pablo (Fil 3: 5), quien insistió en la circuncisión de Timoteo, que tenía una
madre judía y padre griego (Hch 16: 3). Pero Pablo no la exigió de Tito (Gá 2: 3).
Desde el principio se entendió el
significado de la circuncisión y sus consecuencias espirituales: Circuncidad,
pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis más el corazón de tu
descendencia.
Y circuncidará Jehová tu Dios tu
corazón, y vuestra cerviz (Dt 10: 16). Para que ames a Jehová tu Dios con todo
tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas (Dt 30: 6).
Expresiones similares se hallan
en Levítico 26:41; Jeremías 4:4; 6:10; Romanos 2: 28-29; Colosenses 2: 11, etc.
Los comentaristas modernos no ven
gran distinción entre la circuncisión hebrea y la pagana. Las diferencias, por
supuesto, son muy grandes. Para el cristiano, la diferencia principal es que el
rito bíblico lo ordenó Dios como parte de su revelación. Con respecto al
significado del rito, en el paganismo es un ritual de iniciación en la edad
varonil, y en la tribu o clan. En tanto que otras religiones por lo general
reconocen un defecto en la naturaleza humana, también sostienen que el hombre
puede remediar el defecto: de aquí la relación de la circuncisión con el inicio
de la edad viril.
El joven asume sus
responsabilidades en la sociedad, y también su responsabilidad religiosa para
conformarse al estándar religioso mediante un acto voluntario. El paganismo es
pelagiano hasta la médula. La circuncisión en el octavo día le quita al hombre
el poder del rito y lo asigna a Dios: el nene no es capaz de justificarse,
regenerarse ni santificarse; es enteramente pasivo en el rito. De esta manera
se establece el hecho de la gracia divina.
El pacto totalmente representa
iniciativa y gracia de Dios, y la señal del pacto representa lo mismo. El mandamiento,
por consiguiente, era claro: la circuncisión debía ser en el octavo día (o
después), cuando la sangre del niño se coagularía apropiadamente y permitiría la
operación.
Una ceremonia relativa a la
circuncisión es la purificación de la mujer después del parto (Lv 12). La
impureza de la mujer tiene referencia a una impureza religiosa y sacramental.
Micklem observa en cuanto a Levítico 12:12:
La traducción impura es peculiarmente desdichada
aquí, porque inevitablemente sugiere desaprobación o disgusto, y resalta el
criterio maniqueo del mal inherente en la carne. El pasaje se podía
parafrasear: «Cuando una mujer tenga un hijo, el sentimiento apropiado requiere
que permanezca recluida por una semana; y entonces hay que circuncidar al niño;
aunque ella debe quedarse en casa por un mes, y su primera salida debe ser a la
iglesia».
El punto respecto al maniqueísmo
es correcto, ¡pero está en juego más que un «sentimiento apropiado»! Ni la
carne ni el espíritu del hombre caído son limpios ante Dios. No hay más
esperanza en las cosas espirituales que en las cosas materiales. La
circuncisión atestigua el hecho de que la esperanza del hombre no está en la
generación sino en la regeneración, y el testimonio de la ceremonia de la purificación
de la mujer es lo mismo.
Los días de la impureza para un
niño varón eran siete; la circuncisión, por su testimonio de la gracia del
pacto, terminaba ese período. Para la niña, los días de la impureza eran
catorce, y durante ese tiempo la mujer no debía tocar ninguna cosa sagrada y
tenía prohibida la entrada al santuario.
A estos períodos les seguían días
de purificación, treinta y tres después del nacimiento de un varón, y sesenta y
seis días después del nacimiento de una hija, después de los cuales la madre
iba al santuario con una ofrenda, un cordero de un año, o, en el caso de
pobreza, como María (Lc 2:21-24), dos pichones o palomas.
La circuncisión servía para
acortar el tiempo respecto al nacimiento de varones, y el rito de purificación
era testimonio de la membrecía en el pacto para las hijas. Era un recordatorio
de que la justicia del pacto era de la gracia de Dios para con la madre y el
hijo, y que esa gracia, no la raza ni la sangre, es el manantial de la
salvación.
El culto continúa en la iglesia,
y aparece, por ejemplo, en el Libro de
Oración Común como «Acción de gracias después del alumbramiento» o
«Purificación de las mujeres».
Empieza con la declaración pastoral: «Puesto que agradó a Dios Omnipotente por su bondad concederte un feliz
alumbramiento, y te ha preservado en
el gran peligro del parto, debes dar sinceras gracias», y concluye con la
presentación de parte de la
mujer de la ofrenda requerida.
El rito tiene referencia, no al
pecado actual sino al pecado original, y es un reconocimiento de la caída del
hombre y del pacto de gracia. Con el nacimiento la antigua rebelión de Adán se
vuelve a introducir en la familia del pacto en la forma de un niño cuya
naturaleza la hereda de Adán. Se reconoce esta corrupción hereditaria, y se
implora el pacto de la gracia, en el rito de la purificación de la mujer.
No hay razón válida para la
descontinuación del rito. Se ha reducido a una simple acción de gracias en el Libro de Oración Común, que es una
atrofia del significado, pero que con todo supera en mucho la práctica de otras
iglesias.
El bautismo es la señal del pacto
renovado, y reemplaza a la circuncisión. Era una señal de purificación
religiosa y consagración en el Antiguo Testamento (Éx 29: 4; 30: 19, 20; 40: 12;
Lv 15; 16: 26, 28; 17: 15; 22: 4, 6; Nm 19: 8). En Ezequiel 36: 25-26 se nos da
el bautismo («rociamiento») como señal de la regeneración del pueblo del pacto
después del cautiverio, y se asocia con un «nuevo corazón».
Jeremías 31: 31-34 asocia este
«nuevo corazón» con el nuevo pacto en Cristo. En términos de estos pasajes, a
los prosélitos de Israel los bautizaban antes de la circuncisión, indicando que
se tenía en mente el nuevo pacto. Juan el Bautista, al llamar a todo Israel al
bautismo, produjo sensación, pues indicaba que la era del Mesías había llegado.
El bautismo, como la
circuncisión, debía administrarse a los niños, a menos que fuera a un adulto
recién convertido, como señal de membrecía del pacto por gracia. No es de
sorprender que la mayoría de los que se oponen al bautismo infantil sean
lógicamente también pelagianos o por lo menos arminianos. Insisten en afirmar
categóricamente la prerrogativa de la salvación del hombre.
El otro rito de la membrecía del
pacto, la Pascua, fue instituido en Egipto (Ex 12; 13: 3-10; Nm 9: 1-14; Dt 16:
3-4; Éx 23: 18)) para celebrar el acto culminante de redención divina de
castigar a Egipto. Dios mató a todos los primogénitos de Egipto, y sobrevoló
las casas de los israelitas y de otros creyentes en donde la sangre de un
cordero o cabrito se había untado en el umbral y en los postes de las puertas,
y todos los miembros de la familia estaban, bordón en mano, listos para salir
en vista de la liberación que Dios les había prometido.
El cordero o cabrito se asaba
entero y se lo comía con panes sin levadura (para significar la
incorruptibilidad del sacrificio, Lv 2: 11; 1ª Co 5: 7, 8) y hierbas amargas,
para significar la amargura de su esclavitud en Egipto.
Algo fundamental en la Pascua es
la sangre. En el pacto con Abraham (Gn 15: 7-21), Abraham debía pasar entre las
piezas divididas de los animales sacrificados, que preanunciaba la muerte del
Hacedor del pacto, o sea, la muerte del verdadero sacrificio que vendría,
Jesucristo, y el castigo con la muerte de los que traicionaban su pacto. Moisés
en el Sinaí tomó la sangre y la roció sobre el altar y sobre el pueblo (Éx 24: 4-8)
para indicar que el pacto descansaba en la expiación provista enteramente por
Dios, y que el castigo para la apostasía del pacto era la muerte. Stibbs ha resumido
muy bien la principal significación de «sangre» en las Escrituras:
La sangre es una señal visible de
una vida que ha acabado violentamente; es la señal de vida que se entrega o se
quita en la muerte. Esa entrega o privación de la vida es en este mundo lo
máximo en dádivas o precio y transgresión o castigo. El hombre no conoce nada
mayor. Así que:
primero, la mayor ofrenda o servicio que una persona puede ofrecer es su
sangre o su vida. «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por
sus amigos» (Jn 15: 13).
Segundo, el mayor delito o mal terrenal es derramar sangre o quitar la
vida, es decir, homicidio o asesinato.
Tercero, la máxima pena o pérdida es que derrame la sangre de uno o que se
le quite la vida. Por eso se dice del que derrama sangre que «por el hombre su
sangre será derramada»; y Pablo dice del magistrado: «… no en vano lleva la
espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo»
(Ro 13: 4).
«La paga del pecado es muerte»
(Ro 6: 23).
Cuarto, la única expiación posible o adecuada es vida por vida y sangre
por sangre. Esta expiación el hombre no la puede hacer. (Vea Sal 49:7-8; Mr
8:36-37). No solo que ha perdido ya derecho a su vida por pecador, sino también
que toda vida es de Dios (vea Sal 50: 9-10). El hombre no tiene «sangre» que
pueda dar. Esta dádiva necesaria pero de otra manera imposible de obtener la ha
dado Dios.
ÉL HA DADO LA SANGRE PARA HACER LA
EXPIACIÓN (LV 17: 11).
La expiación es, por
consiguiente, solo posible como dádiva de Dios. O, como P. T. Forsyth lo
expresó: «El sacrificio es el fruto y no la raíz de la gracia». Lo que es más,
cuando nuestro Señor dijo que había «venido para dar su vida en rescate por
muchos» (Mr 10: 25), estaba implicando su deidad y su condición humana sin
pecado, e indicando el cumplimiento de aquello de lo que la sangre derramada de
los sacrificios animales solo era tipo. Aquí en Jesús, el Hijo encarnado, Dios
había llegado en persona a dar como Hombre la única sangre que podía hacer expiación.
La iglesia de Dios es, por consiguiente, comprada con Su propia sangre (Hch 20:
28).
Estos cuatro
significados de «sangre» derramada se cumplen en la cruz de Cristo.
Allí el Hijo del hombre en carne
y sangre humana hizo a nuestro favor y para nuestra salvación la suprema
ofrenda.
Primero, Dio su vida. (Vea Jun. 10: 17, 18).
Segundo, se convirtió en la víctima del mayor delito de la humanidad. Lo
mataron vil e injustamente.
Tercero, «fue contado con los inicuos» (Lc 22:37; de Is 53:12), y sufrió
la pena capital de un malhechor. La mano de la ley y el magistrado romano lo
mataron. Por el hombre fue derramada su sangre.
Cuarto, él, como Dios hecho carne, dio, como solo él podía dar, su sangre
humana para hacer expiación. Ahora, por consiguiente, se puede predicar en su
nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados. Somos justificados por su
sangre.
La Pascua celebraba la redención
de Israel, así como el sacramento de la Cena del Señor celebra la redención de
la verdadera iglesia de Dios por la sangre de Jesucristo.
La celebración del sacramento
significa la recepción por fe de la redención y limpieza del pecado y las bendiciones
de la vida del pacto en Cristo mediante su sacrificio expiatorio.
La Pascua era el doble testigo
que la sangre requería. Se requería sangre, primero, de todo Egipto por su incredulidad. El primogénito
representaba en su persona a
toda la familia, y la sentencia de muerte se dictó contra ellos como una sentencia de muerte contra todos. Segundo, Israel, no menos que Egipto,
estaba sentenciado a muerte. No
había en ellos mérito que los salvara, ni podía haberlo.
Pero la sentencia de muerte
dictada contra el pueblo del pacto la asumió Dios Hijo en el tipo de la sangre
del cordero.
EL MISMO TESTIGO DOBLE DE SANGRE
APARECE EN LA CRUZ.
Primero, Israel fue sentenciado a muerte
(Mt 24) y destinado a la destrucción por su traición al pacto.
Segundo,
el pueblo de
Cristo fue redimido del pecado por la sangre del pacto y fue librado del
castigo de Jerusalén y Judea.
El sacramento de la Cena del
Señor es la Pascua cristiana, «porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue
sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja
levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin
levadura, de sinceridad y de verdad» (1ª Co 5: 7, 8). La primera celebración de
la Cena del Señor, en el aposento alto, tuvo lugar a la conclusión y
cumplimiento de la Pascua.
El mismo testigo doble es básico
en la Cena del Señor, y no se puede celebrar verdaderamente si se niega o
soslaya este aspecto. Primero, la
Pascua de Israel se celebró en la expectativa de la victoria. Los hebreos
debían de comer de prisa; Dios los libraría esa misma noche de su opresor y
enemigo mediante un juicio poderoso contra Egipto y el saqueo de los egipcios
(Éx 12:11, 29-36).
La Pascua cristiana establece la
liberación del creyente del pecado y la muerte y su liberación del enemigo. Es
una salvación espiritual y material. Celebrar la muerte del Primogénito de Dios
para nuestra salvación es celebrar la muerte de los enemigos de Dios, de sus
primogénitos, en su totalidad, bajo castigo divino. Requiere que nos movamos en
términos de victoria (Éx 12:11) a fin de recibirla. Limitar el sacramento a una
victoria espiritual es actuar como maniqueo y no como cristiano; es ver a Dios
como señor solo de lo espiritual y no del ámbito material. Entonces, segundo, como es bien evidente, la
Cena del Señor es victoria debido a su juicio.
San Pablo declaró que el sacramento
es juicio contra los creyentes que participan de ella «indignamente, sin discernir
el cuerpo del Señor» (1ª Co 11: 27-30). Si es juicio contra los creyentes que
transgreden, ¿cuánto mucho más la Cena del Señor proclama condenación a un
mundo en rebelión contra Dios?
Pero, tercero, los hijos del pacto (los niños varones circuncidados) y
las hijas del pacto, participaban del mismo. En verdad, el servicio fue
diseñado para declarar el significado del sacramento a los niños varones más
jóvenes capaces de hablar, a quienes se le asignó el papel ritual de preguntar:
«¿Qué es este rito vuestro?» (Éx 12: 26). El padre entonces declaraba el
significado de todo. En la iglesia primitiva, los niños participaban del
sacramento, según todos los registros.
La evidencia de San Pablo indica
que familias enteras asistían y participaban; era la comida del anochecer (1ª Co
11). Antiquities of the Christian
Church, de Joseph Bingham, cita la evidencia de una práctica largamente
ejecutada de participación de niños e infantes. Esta práctica fue una
continuación de la Pascua de Israel, y no hay ninguna evidencia bíblica para
dejarla. Al mismo tiempo, hay que notar que la iglesia inicial estrictamente
excluyó de los sacramentos a los extraños. Los argumentos contra esta inclusión
de niños son más racionalistas y pelagianos que bíblicos.
El mandamiento «No tendrás dioses
ajenos delante de mí» requiere, primero,
que el hombre sepa que su única esperanza de salvación es la sangre del
sacrificio de Dios, el Cordero
de Dios, y que viva en obediencia agradecida. Segundo, el hombre
debe reconocer que toda sangre está gobernada por Dios y su palabra-ley, y que hacer algo aparte de Dios y su
palabra-ley es pecado, porque
«todo lo que no proviene de fe,
es pecado» (Ro 14:23). Como Stibbs ha escrito:
Además, la convicción que subyace
en las Escrituras del Antiguo Testamento es que la vida física es creación de
Dios. Así que le pertenece a él y no a los hombres. También, sobre todo en el
caso del hombre hecho a imagen de Dios, esta vida es preciosa a la vista de
Dios. Por consiguiente, no solo que ningún hombre tiene derecho independiente a
derramar sangre y quitar la vida, sino que también si lo hace, tendrá que dar
cuenta a Dios por lo que hizo. Dios exige la sangre de cualquier hombre que la
derrama.
El asesino trae sangre sobre sí
mismo no solo a los ojos de los hombres sino primero a ojos de Dios. Y la pena
que establece Dios, y que a los otros hombres se les hace responsable de
aplicar, es que se debe quitar la vida del asesino. Tal hombre no merece seguir
disfrutando de la dádiva divina de la vida. Debe pagar la pena terrenal suprema
y perder su vida en la carne. Es más, el carácter del castigo es también
significativamente descrito por el uso de la palabra «sangre». «El que
derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Gn 9:5, 6)6.
No tener otros dioses quiere
decir no tener otra ley que la ley de Dios, y ninguna actividad o pensamiento
aparte de su palabra y ley. Sea para alimento, para imponer la ley civil, la
guerra, o en defensa propia, se puede derramar sangre solo en los términos de
la palabra de Dios. En donde Dios lo permite, el hombre no puede contradecir a
Dios ni proponer una manera «mejor» o «más elevada» sin pecar. Así que
considerar el vegetarianismo, el pacifismo, o la no resistencia en todo caso, como
una manera «más elevada» es considerar la manera de Dios como inferior a la del
hombre.
Muy estrechamente relacionada con
la doctrina de la Pascua está la redención del primogénito y su santificación.
Jehová habló a Moisés, diciendo:
Conságrame todo primogénito. Cualquiera que abre matriz entre los hijos de
Israel, así de los hombres como de los animales, mío es (Éx 13:1, 2).
Y cuando Jehová te haya metido en
la tierra del cananeo, como te ha jurado a ti y a tus padres, y cuando te la
hubiere dado, dedicarás a Jehová todo aquel que abriere matriz, y asimismo todo
primer nacido de tus animales; los machos serán de Jehová. Mas todo primogénito
de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz.
También redimirás al primogénito de tus hijos. Y cuando mañana te pregunte tu
hijo, diciendo:
¿Qué es esto?, le dirás: Jehová
nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose
Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir en la tierra de Egipto a todo
primogénito, desde el primogénito humano hasta el primogénito de la bestia; y
por esta causa yo sacrifico para Jehová todo primogénito macho, y redimo al
primogénito de mis hijos. Te será, pues, como una señal sobre tu mano, y por un
memorial delante de tus ojos, por cuanto Jehová nos sacó de Egipto con mano
fuerte (Éx 13: 11-16).
No demorarás la primicia de tu
cosecha ni de tu lagar. Me darás el primogénito de tus hijos. Lo mismo harás
con el de tu buey y de tu oveja; siete días estará con su madre, y al octavo
día me lo darás (Éx 22: 29, 30).
Todo primer nacido, mío es; y de
tu ganado todo primogénito de vaca o de oveja, que sea macho. Pero redimirás
con cordero el primogénito del asno; y si no lo redimieres, quebrarás su
cerviz. Redimirás todo primogénito de tus hijos; y ninguno se presentará
delante de mí con las manos vacías (Éx 34: 19, 20).
Pero el primogénito de los
animales, que por la primogenitura es de Jehová, nadie lo dedicará; sea buey u
oveja, de Jehová es (Lv 27:26).
Consagrarás a Jehová tu Dios todo
primogénito macho de tus vacas y de tus ovejas; no te servirás del primogénito
de tus vacas, ni trasquilarás el primogénito de tus ovejas. Delante de Jehová
tu Dios los comerás cada año, tú y tu familia, en el lugar que Jehová escogiere
(Dt 15: 19, 20).
Si las primicias son santas,
también lo es la masa restante; y si la raíz es santa, también lo son las ramas
(Ro 11:16).
La redención es aquí un asunto
muy físico, porque la redención nunca se separa del mundo de lo físico o lo
espiritual. Israel estaba esclavizado físicamente en Egipto tanto como en
esclavitud al pecado. La caída del hombre puso al hombre, cuerpo y alma, en
esclavitud, y la redención por consiguiente es total, y afecta a la totalidad
del hombre, y no solo a un aspecto del mismo. Limitar la salvación al alma del
hombre y no a su cuerpo, su sociedad, y todo aspecto y relación, es negar su
significado bíblico. En definitiva, a la postre toda la creación está
involucrada en la redención (Ro 8: 20-21).
El primogénito al que se hace
referencia en la ley es al primogénito de una madre antes que de un padre; es
«lo primero que sale de todo vientre» (Éx 13: 2).El análisis de Fairbairn de la
redención del primogénito es bien bueno: Tenemos un acto triple de Dios:
primero, la ejecución de la muerte del primogénito del hombre y la bestia
en Egipto; la exención a Israel de este azote en consideración al sacrificio
pascual; y por último en conmemoración de la exención, la consagración al Señor
de todos los primogénitos en el futuro.
El elemento fundamental en el
cual todo procede es sin duda el carácter representativo del primogénito; la
primera prole del padre que produce representa el fruto entero del vientre,
siendo eso en lo cual todo toma su principio; así que la matanza del
primogénito de Egipto fue virtualmente la matanza de todos; implicaba que una y
la misma condenación pendía sobre todos; y, en consecuencia, que la salvación
del primogénito de Israel y su subsiguiente consagración al Señor, era, respecto
a la intención y virtud eficaz divinas, la salvación y consagración de todos.
De aquí que Israel como un todo fue designado como primogénito de Dios: «Y
dirás a Faraón: Jehová ha dicho así:
Israel es mi hijo, mi
primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no
has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito» Éx 4:
22, 23.
El acto de redención era por lo
tanto el rito de confirmación de
la membrecía en el pacto. Se reconocía a todo Israel, hombre y bestia, como
posesión de Dios. Su «primogénito» por gracia y adopción. Israel merecía morir
no menos que Egipto; su redención fue un acto de gracia soberana. Dios le había
demostrado este hecho a Abraham, al llamarlo a sacrificar a Isaac.
La Biblia no condena el
sacrificio humano en principio. «Todo sacrificio bíblico descansa en la idea de
que darle a Dios la vida, bien sea en consagración o expiación, es necesaria a
la acción o restauración de la religión». Por otro lado, «el hombre en la
relación anormal de pecado queda descalificado para presentar esta entrega de
su vida en su propia persona. Aquí se trae a colación el principio del carácter
vicario; una vida toma el lugar de otra».
Pero incluso sin pecado, el
hombre no puede darle nada a Dios que el hombre no haya recibido ya de Dios. El
hecho de que la redención del primogénito normalmente iba ligada al octavo día,
el tiempo de la circuncisión, de la entrada al pacto, la hacía al mismo tiempo
una confirmación del pacto por parte de los padres. Los animales a menudo se
daban directamente al sacerdote. La tribu de Leví se convirtió en sustituta de
la tribu sacerdotal, dedicada a Dios, como el primogénito (Nm 3: 40, 41).
La ley se encargó de proteger a
los padres de una tasa exorbitante de redención (Lv 27: 1-8). Otras leyes
respecto al primogénito, o sea, que reiteran el asunto, son Números 8:16, 17,
que relaciona el derecho de Dios al primogénito de Israel con la matanza del
primogénito de Egipto; Números 8:18, que establece a los levitas como
sustitutos; y Números 3: 11-13, 44-45, que da detalles específicos de esta
sustitución. En Éxodo 13: 11-13 y Éxodo 22:30, así como también en Éxodo 34: 19,
20; Levítico 27: 26, 27; y Números 18: 15, 17 se especifica el primogénito de
los rebaños y ganado.
En Números 18: 15, 17 se especifica que el
primogénito de una vaca, una oveja, o una cabra no se pueden redimir sino que
se deben comer según Deuteronomio 14: 23; 15: 19-22 junto con el diezmo del
trigo, el vino y el aceite delante del Señor como segundo diezmo. Waller
comentó sobre Deuteronomio 14:22, 23, 28:
(22) Indefectiblemente
diezmarás. El Talmud y los intérpretes judíos por lo general están de
acuerdo en que el diezmo mencionado en este pasaje, tanto aquí como en el
versículo 28, y también el diezmo descrito en el cap. 26:12-15, son lo mismo:
«el segundo diezmo»; y son distintos por entero del diezmo ordinario asignado a
los levitas para su subsistencia en Nm 18:21, y ellos daban el diezmo de eso
para el sacerdote. (Nm 18: 26).
(23) Y comerás delante de
Jehová tu Dios o sea, comerás el segundo diezmo. Esto se debía hacer dos
años; pero el tercero y sexto años había un arreglo diferente (ver versículo
28). En el séptimo año, que era sabático, probablemente no habría diezmo,
porque no iba a haber cosecha. El producto de la tierra era para todos, y todos
eran libres para comer a gusto.
(28) Al fin de cada tres años
sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año. Los judíos llaman
a esto maaser ani, «el diezmo
de los pobres». Lo consideraban idéntico
al segundo diezmo, que de manera ordinaria lo comían los propietarios en Jerusalén; pero cada tercero y sexto años
se entregaba a los pobres.
Se debe notar que este segundo
diezmo no era estrictamente la décima parte, puesto que un segundo diezmo no se
apartaba del ganado especificado, sino que «los primogénitos tomaban el lugar de un segundo diezmo de los
animales».
Además de la redención del
primogénito, se requería un impuesto per cápita de todo hombre de veinte años o
más (Éx 30: 11-16), que originalmente se usó para construir el tabernáculo (Éx
30: 25-28).
Lo pagaban los levitas y todos
los demás. Era un recordatorio de que todos eran preservados con vida solo por
la gracia de Dios. Se usaba para mantener el orden civil después de que se
construyó el tabernáculo (el salón del trono y palacio de gobierno de Dios).
La inscripción formal en la
madurez implicaba el pago de medio siclo en reconocimiento de la gracia
providencial de Dios. Todos pagaban la misma cantidad. «Era un reconocimiento del
pecado, igualmente obligatorio para todos, así que era igual para todos; y
salvaba de la venganza de Dios a aquellos que, si hubieran sido demasiado orgullosos
para hacerlo, habrían sido castigados por alguna “plaga” u otra». El tributo
era un recordatorio de que vivían por la gracia de Dios, y que sus vidas y bienes
eran tomados por su traición contra Dios. Era, por consiguiente, una ceremonia asociada
en significado con la redención del primogénito, la Pascua y el día de la
expiación, antes que con el diezmo.
Tanto las primicias del ganado,
como del campo, debían con las excepciones notadas darse al Señor para el
mantenimiento levítico, según la ley del pacto.
La ley de las primicias aparece
en Levítico 23: 10, 17 y Deuteronomio 26: 1-11, también Números 15: 17-21;
Éxodo 22: 29; 23: 19. El Nuevo Testamento se refiere a las primicias en Romanos
8: 13; 11: 16; 16:5; 1 Corintios 15:20-23; 16:15; Santiago 1: 18; Apocalipsis
14: 4. Jesucristo declaró ser, al resucitar de los muertos, «la primera gavilla
mecida ante el Señor el segundo día pascual, pues Cristo rompió las ataduras de
la muerte en ese mismo tiempo».
San Pablo declaró: «También nosotros
mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro
de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Ro
8: 23).
La ofrenda del primogénito y las
primicias estaba estrechamente vinculada con el diezmo, y, con él, constituía una ofrenda simbólica del todo. El
diezmo, sin embargo, era una adición a la ofrenda del primogénito y las
primicias.
La iglesia primitiva vio la
ofrenda del primogénito cumplida en Jesucristo, la ofrenda que presentó Dios en
cumplimiento de lo que se requería de la familia de la fe. La ofrenda de las
primicias, sin embargo, se continuó, aunque Cristo también la cumplió en igual
medida. La recolección de las primicias tomaba varias formas, tales como el
pago del producto del primer año de beneficios exigido por el papa de los
beneficios en Inglaterra que habían sido concedidos a extranjeros.
Enrique VIII se posesionó de la
recolección, pero la reina Ana la restauró a la Iglesia de Inglaterra para
aumentar sus exiguos ingresos. Con respecto al diezmo, según Bingham, «los
antiguos tenían la ley en cuanto los diezmos no como meramente una orden ceremonial
o política, sino como una obligación moral y perpetua». Por muchos siglos el
diezmo se estuvo pagando en productos, o sea, literalmente una décima parte del
campo antes que su equivalente monetario.
SE CONSTRUÍAN GRANEROS DE DIEZMOS PARA
ALMACENAR LOS DIEZMOS.
El concilio de Trento hizo
obligatorio el diezmo bajo pena de excomunión, pero esto fue abolido en Francia
en 1789 y gradualmente fue cayendo en desuso. Se requirió en círculos
protestantes en un tiempo pero aquí también ha caído en desuso o se ha
convertido en un diezmo a la iglesia.
El diezmo aparece muy temprano,
mucho antes de Moisés; cuando Abraham dio el diezmo (Gn 14: 20; He 7: 4, 6), al
parecer era una práctica establecida, así que sus orígenes pueden remontarse a
la revelación original a Adán. Jacob también habló del diezmo (Gn 28: 20-22).
Una porción del Señor parecida al diezmo aparece en la guerra contra Madián,
cuando Dios fijó la proporción del botín de guerra que debía ser del Señor como
uno de cada cincuenta, y uno de cada quinientos, según el botín (Nm 31: 25-54).
La ley del diezmo aparece en
Levítico 27:30-33; Números 18:21-26; Deuteronomio 14: 22-27; 26: 12, 15. Los
rabinos y muchos eruditos ortodoxos distinguían tres diezmos; algunos eruditos
ortodoxos y virtualmente todos los modernistas ven solo un diezmo. La
existencia de tres diezmos desde los primeros años lo atestigua la historia
(desde el período más antiguo de documentos hebraicos que relatan las
Escrituras y los apócrifos).
Tobías, fechado en 1350 a. C., o
de 250 al 200 a. C., por Davis, y «hacia el fin del tercer siglo a. C.»
por Gehman, da evidencia clara de tres diezmos (Tob 1: 5-8). Una
evidencia similar se puede hallar en las Antigüedades
de Josefo, libro IV, y en Jerónimo, en una fecha posterior.
La evidencia histórica revela la
práctica; las Escrituras se refieren a tres tipos de diezmos. Los que insisten
en reducirlo a un solo diezmo son los que tienen que presentar pruebas.
Al analizar el diezmo, por
consiguiente, es evidente que, primero,
hay tres tipos de diezmos,
Un primer diezmo, el diezmo del Señor (Nm 18: 21-24), que se daba a los
levitas, quienes daban Un diezmo de esto a los sacerdotes (Nm 18: 26-28);
Un segundo diezmo, diezmo de festival para alegrarse ante el Señor (Dt 12: 6-7,
17-18);
Un tercer diezmo, o diezmo de los pobres, cada tercer año, que se debía
compartir localmente con el levita local, el extranjero, el huérfano y la viuda
(Dt 14: 27-29).
Segundo, el Señor como Creador de todas
las cosas, estableció los términos de la vida del hombre y el uso de los bienes
del hombre. Ciertas cantidades específicas son santas para el Señor. El diezmo
era de los bienes, o sea, de la ganancia de ganado o rebaño y del producto del
campo. Si se redimía, es decir, si se pagaba al Señor en dinero, había que añadir
una quinta parte.
Al dar el diezmo, el hombre no
debía escoger lo bueno o lo malo para el Señor, sino tomar cada décimo animal como
su diezmo. Si un hombre contaba dieciséis terneros, entonces daba como diezmo
solo uno, el décimo al contarlos. Al añadir una quinta parte al diezmo monetario,
la tendencia era igualar el diezmo, pero, en todo, el requisito favorecía al
hombre (Lv 27: 30-33).
Tercero, El segundo diezmo se debía usar
para alegrarse ante el Señor en los tres festivales religiosos anuales. Se
podía llevar al santuario en forma de dinero, para gastarlo allí en uno mismo
durante la Pascua, la Fiesta de los Tabernáculos, o la Fiesta de las Semanas,
en dos semanas de «vacaciones» religiosas (Dt 12: 6-7; 12: 22-27; 16: 3, 13,
16). Excepto para los levitas, con quienes se compartía una porción, este
diezmo seguía siendo del diezmador y lo usaba para su placer.
No había un segundo diezmo de
animales en el segundo diezmo; las primicias del rebaño tomaban su lugar en el segundo diezmo
(Dt 12: 17, 18).
Cuarto, el tercer diezmo era el diezmo de
los pobres, que se usaba para los pobres, las viudas, los huérfanos, los
extranjeros desvalidos y las personas de la localidad que no podían valerse por
sí mismas debido a la edad, enfermedad u otras condiciones especiales. También
se debía recordar a los levitas (Dt 14: 27-29).
Quinto, el diezmo, según Thompson, venía
a equivaler a una décima parte para el Señor, una décima parte para los pobres
y una pequeña cantidad del segundo diezmo para los levitas. Thompson lo llamó
«una sexta parte de los ingresos del hombre», puesto que el tercer diezmo o de
los pobres tenía lugar dos veces en cada período de seis años.
En términos de esto, Thompson vio
el diezmo total como igual a un día de trabajo en cada seis. Esto puede ser un
poco alto, pero se acerca. Sin calcular el segundo diezmo como un costo (o sea,
la porción de los levitas), llega al 13,33% anual, en tanto que el cálculo de
Thompson lo lleva a un porcentaje más alto.
Sexto, no había diezmo del producto agrícola
en el séptimo año o sabbat (Lv 25: 1-7). En ese año no debía haber siega, ni
poda, ni cosecha. Los árboles y viñas debían dejar caer su fruto, excepto lo
que los pobres cosechaban para su uso, o comían el ganado y los animales
salvajes, o para uso de la mesa del dueño (Éx 23: 11). Rawlinson comentó:
Bajo el sistema impuesto
divinamente sobre los israelitas, se lograban tres propósitos benevolentes.
1. Se beneficiaba el propietario. No solo se evitaba que agotara la
tierra al cosechar demasiado, y se hundiera así en la pobreza, sino que se le
obligaba a formar el hábito de calcular y planear de antemano. Como tenía que
separar algo para el séptimo año, tenía que aprender a calcular sus
necesidades, a almacenar su grano y a mantener algo a mano para el futuro. De
esta manera se desarrollaban su razón y poderes de reflexión, y pasaba de ser
un simple obrero a ser un agricultor sensato.
2.
Se beneficiaban los pobres. Puesto que todo lo que
crecía espontáneamente en el séptimo año, sin gastos ni trabajo de parte del
dueño, no se podía considerar que le perteneciera exclusivamente a él. La ley
mosaica lo puso a la par con los frutos silvestres ordinarios, y se los
concedía al que primero pasaba (Lv 25:5, 6). Mediante este arreglo se permitía
a los pobres beneficiarse, puesto que eran ellos especialmente los que recogían
lo que la naturaleza proveía en abundancia. En el clima seco de Palestina, en
donde es seguro que mucho grano cae durante la recolección de la cosecha, el
crecimiento espontáneo probablemente sería considerable, y bastaría con
amplitud para el sustento de los que no tenían otro recurso.
3.
Se beneficiaban las bestias. Dios
«cuida del ganado». El año sabático lo había reservado, en parte, para que «las
bestias del campo» pudieran tener abundancia de alimento. Cuando el hombre les
daba de comer, a menudo tenían escasa provisión. Dios haría que, por un año en
cada siete por lo menos, comieran hasta saciarse.
Rawlinson señala por otro lado
que el uso sabático del campo y la viña era incuestionablemente similar al
rebusco, o sea, cuando el dueño controlaba la admisión de los pobres que lo
merecían. Volveremos al sabbat agrícola más adelante.
Séptimo, el diezmo es una ofrenda
proporcional. El diezmo del pobre complace tanto a Dios como el diezmo del rico.
El principio del diezmo está claro en la ley: «Cada uno con la ofrenda de su
mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado» (Dt 16: 17).
Este mismo principio lo presenta San Pablo en 2ª Corintios 8:12 como la esencia
de la ofrenda cristiana. San Pablo escribió con respecto a la colecta para los
pobres, y citó el principio del diezmo para recolectar el diezmo de los pobres
de los creyentes. Mediante la ofrenda proporcional, no se ponía sobre nadie
ninguna carga indebida; no se esperaba que el rico fuera el único que
ofrendara, ni tampoco se dejaba la carga a los quisieran darla.
Octavo, mediante el diezmo, existía una
relación concreta y realista con Dios. Según Malaquías 3: 7-12, la maldición de
Dios va en contra de los que niegan la ordenanza de Dios en cuanto al diezmo,
porque esto es alejarse de la ley de Dios (Mal 3: 7). De manera similar, la
bendición de Dios se derrama como un diluvio sobre los que obedecen la ley del
diezmo. Como Samuel Rutherford (1600-1661) escribió: «Estoy persuadido de que
Cristo es responsable y se ajusta a la ley, y recompensa por todo lo que se le
entrega o se da para él; las pérdidas por Cristo no son sino bienes depositados
en el banco de la mano de Dios».
Esto no es la paga de Dios, que
no le debe al hombre nada, sino que es una bendición. Ante todo, Malaquías
promete una bendición nacional, como veremos más tarde, pero el aspecto
personal no está ausente. G. H. Pember escribió en Earth’s Earliest Ages [Las edades más antiguas de la tierra]:
Sabemos por lo general que la
gracia de Dios llega tras todo acto de obediencia directa de parte nuestra. Si buscamos incluso los mandamientos más
minuciosos de su ley, y los cumplimos;
si demostramos que no dejaremos que ni una sola palabra pronunciada por él caiga en tierra, testificaremos
para nosotros y para los demás que con hechos, y no solo en palabras, lo
reconocemos como nuestro Dios y nuestro Rey. Tampoco él será por su parte lento
en reconocernos como sus súbditos, como que tenemos derecho a su ayuda y protección.
Y, como el Rvdo. Samuel Chadwick (1860-1912) escribió: «Nadie puede robarle a
Dios sin matar de hambre su propia alma».
Noveno, el diezmo del Señor, y el diezmo
de los pobres, financiaban las funciones sociales básicas que, bajo el
totalitarismo moderno, ha llegado a ser facultades del estado, como la
educación y la beneficencia pública. La educación era una de las funciones de
los levitas (no del santuario). Los levitas ayudaban a los sacerdotes en las
tareas religiosas relativas al santuario (1A Cr 23: 28-31; 2A Cr
29: 34; 35: 11), y como funcionarios, jueces y músicos (1ACr
23:1-5).
En un orden civil santo, el grupo
mejor instruido en la ley de Dios claramente prestaría servicios sociales de mucho
mayor alcance. Puesto que su sustento estaba respaldado por el diezmo, el costo
básico del gobierno civil para la sociedad se aligeraba. El diezmo es un reconocimiento
de la realeza de Dios; en 1 Samuel 8:4-19 se citan las consecuencias del
rechazo de la realeza de Dios: el totalitarismo, la opresión, la pérdida de libertades,
y un aumento del costo del gobierno civil.
Sin el diezmo, las funciones sociales
básicas caen en dos tipos de tropiezos: por un lado, el estado asume estas funciones,
y, por otro, los ricos y las fundaciones ejercen un poder preponderante sobre
la sociedad. El diezmo liberta a la sociedad de esta dependencia del estado y
de los individuos ricos y fundaciones. El diezmo pone el control básico de la sociedad
en manos del pueblo de Dios que diezma. Se les ordena que lleven «todos los
diezmos al alfolí» (Mal 3:10).
El alfolí del que Malaquías habló
era literalmente eso: un lugar físico de almacenaje que era del Señor, que
pertenecía a la tradición religiosa de los levitas que, en lugar de ser
apóstata o sincretistas, eran fieles a Dios y a su palabra-ley. El diezmador no
daba su diezmo si su diezmo si iba a un alfolí impío; era su deber observar si
los levitas eran consagrados o impíos.
De manera similar, el diezmador
hoy no está dando el diezmo a menos que su décima parte vaya a una obra
verdaderamente piadosa, a las iglesias, a causas misioneras e instituciones
educativas que enseñan fielmente la palabra-ley de Dios. Insisto, el diezmo del
pobre está en manos del que lo da; no puede usarlo, ni tampoco los productos de
su año sabático, ni el rebusco de su campo para subsidiar el mal, la holgazanería
ni la apostasía. El diezmo del pobre tiene como propósito el fortalecimiento de
la sociedad santa, no su destrucción.
Como hemos visto, el diezmo iba a
los levitas, quienes daban a los sacerdotes un diezmo del diezmo. Así que solo
una pequeña porción del diezmo iba a los sacerdotes y para el mantenimiento del
culto. En el período en el desierto, los levitas tenían tareas importantes en
el cuidado y transporte del tabernáculo, pero estas tareas desaparecieron más
tarde.
Los levitas asumieron las
funciones sociales más amplias, y ningún profeta jamás criticó ni cuestionó
estas funciones más amplias, lo que quiere decir que estaban claramente dentro
del llamamiento declarado de Dios. Los levitas, como la tribu del «primogénito»
por elección de Dios, eran la tribu con las funciones básicas del primogénito,
que eran gubernamentales en el amplio sentido de la palabra.
En tanto que el «cetro» fue dado
a Judá (Gn 49: 10), en los otros aspectos Leví, como la tribu del primogénito
(Nm 8: 18) tenía los deberes gubernamentales básicos. Había así una división básica de poderes entre el
estado (Judá y el trono) y las funciones gubernamentales amplias (Leví). Esta
división ha sido destruida por la desaparición del diezmo como factor
gubernamental.
En la Europa medieval y de la
Reforma, las funciones gubernamentales amplias pertenecían al mundo del diezmo.
Una de motivos de la frecuente falta de confianza en el estado fue el papel
usualmente limitado del estado. Las escuelas, los hospitales, los lazaretos
para leprosos, la atención de los huérfanos, viudas, extranjeros y pobres, y
muchas cosas más eran provincia del diezmo. Concedemos que había corrupción en
la iglesia medieval, y sin embargo esa corrupción ha quedado eclipsada con
mucho por el estado moderno degenerado y despilfarrador.
Se debe recordar también que el
diezmo iba a la iglesia local o diócesis. Las leyes de Edmund decretadas en una
asamblea en Londres, 942-946, cap. 2, dicen: «Ordenamos a todo cristiano por su
cristianismo pagar los diezmos, y tasas de la iglesia, y el penique de Pedro, y
limosnas de arado. Y si alguno no hace esto, que sea excomulgado».
Las leyes de Ethelred, 1008, cap.
11, declaraban: Y las tasas de la iglesia se deben pagar a tiempo cada año, es
decir, limosnas de arado una noche después de resurrección, el diezmo de la
ganancia de los ganados en Pentecostés, y el fruto de la tierra en la misa de
Todos los Santos, y el penique de Pedro en la misa de Pedro, y las tasas para las
luces tres veces al año.
La Biblia provee, como ley
cimiento de un orden social piadoso, la ley del diezmo. Para entender la plena
implicación del diezmo, es importante saber que la ley bíblica no impone
impuestos a la propiedad; el derecho de cobrar impuestos a la propiedad de
bienes raíces implícitamente se le niega al estado, porque el estado no tiene
tierra sobre la que pueda cobrar impuestos.
«De Jehová es la tierra» (Éx 9: 29;
Dt 10: 14; Sal 24: 1; 1ª Co 10: 26, etc.); por consiguiente, solo Dios puede cobrar
impuestos a la tierra. El que el estado se irrogue el derecho de imponer impuestos
a la tierra es como si el estado se creyera el dios y creador de la tierra, cuando
es más bien ministro de la justicia de Dios (Ro 13:1-8). El que el estado entre
en los dominios de Dios es una invitación al desastre.
La inmunidad de la tierra
respecto a impuestos de parte del estado quiere decir libertad. Un hombre
entonces no puede ser despojado de su tierra; todo hombre tiene una seguridad
básica en su propiedad. Como Rand destacaba:
Es imposible despojar a los
hombres de su herencia bajo la ley del Señor puesto que no se cobraban
impuestos sobre la tierra. Aparte de los compromisos que tuviera, un hombre no
dejaba desposeída a su familia porque lo despojaran para siempre de su tierra.
Debido a que la tierra no es
propiedad del estado, ni tampoco la tierra es parte de la jurisdicción del
estado, este, por consiguiente, no tiene derecho bajo Dios de imponer impuestos
sobre la tierra de Dios. Es más, el que el estado demande tanto como Dios, o
sea, un décimo de los ingresos del hombre, es una señal de apostasía y tiranía,
según 1ª Samuel 8: 4-19. El estado moderno, por supuesto, demanda varios
diezmos como impuestos.
El diezmo no es una ofrenda a Dios; es el impuesto que se
paga a Dios por el uso de la tierra, que está en todo sentido bajo la ley y
jurisdicción de Dios. Solo cuando el pago al Señor excede el diez por ciento se
llama ofrenda y «ofrenda voluntaria» (Dt 16:10, 11; Éx 36:3-7; Lv 22:21, etc.).
Por siglos se recogió el diezmo
legalmente, o sea que el estado proveía la obligación legal de que se pagaran
los diezmos a la iglesia. Cuando Virginia repudió la ley que hacía obligatorio
el pago del diezmo, George Washington expresó su desaprobación en una carta a
George Mason, el 3 de octubre de 1785. Creía, dijo, en «hacer que la gente
pague por el sostenimiento de lo que profesan».
Desde el siglo cuarto y en
adelante, los gobiernos civiles empezaron a exigir el diezmo, porque se creía
que un país podía negar a Dios su impuesto solo a su propio riesgo.
Desde finales del siglo
dieciocho, y especialmente en años recientes, tales leyes han desaparecido bajo
el impacto de movimientos ateos y revolucionarios. En vez de liberar a los
hombres de un impuesto «opresivo», la abolición del diezmo ha abierto el camino
a impuestos verdaderamente opresivos de parte del estado a fin de asumir las
responsabilidades sociales que en un tiempo sufragaba el dinero del diezmo.
Hay que pagar por las funciones
sociales básicas. Si no las pagan personas cristianas responsables, que dan el
diezmo, las debe pagar un estado tirano que usará la beneficencia pública y la
educación como peldaños al poder totalitario.
El asunto lo resumió muy bien
Lansdell: Parece claro, entonces, a la luz de la revelación, y de la práctica
de tal vez todas las naciones antiguas, que el hombre que niega a Dios la
porción que pide de la riqueza que viene a sus manos es muy similar a un
anarquista espiritual; y a quien da menos que el diezmo de sus ingresos o ganancias
las Escrituras lo condenan como robador. En verdad, si en los días de Malaquías
el no pagar el diezmo se consideraba robo, ¿puede un cristiano que se guarda el
diezmo ahora ser, mucho más que entonces, considerado honesto con Dios?
Dar correctamente es parte de
vivir correctamente. El vivir no es correcto cuando el dar no es correcto. El
dar no es correcto cuando le robamos a Dios su porción para gastarla en
nosotros mismos.
Es significativo que en la Unión
Soviética toda actividad de beneficencia estaba estrictamente prohibida a
grupos religiosos. Si un grupo o iglesia recogía fondos o bienes para llevar
alivio a los miembros enfermos y necesitados de la congregación o de la
comunidad, de inmediato levantaba un poder independiente del estado como remedio
para los problemas sociales. Producía, todavía más, un poder que llegaba al
pueblo más directo, eficiente y poderosamente.
La consecuencia se consideraba
una afrenta directa a la preeminencia del estado. Por esto, en las democracias
los orfanatos han sido continuamente el blanco de legislaciones represivas para
eliminarlos, y el estado se ha adelantado cada vez más a los esfuerzos caritativos
como un paso importante hacia el totalitarismo.
Lansdell tenía razón. Los que no
dan el diezmo son anarquistas espirituales: destruyen la libertad y orden de la
sociedad y desatan el demonio del estatismo.